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Sin agua
La carta está echada
No hay nada más dañino para la democracia que limitar la libertad de expresión a través del control de los medios de comunicación. Cualquier forma de control político a un medio es un atentado a los derechos humanos del ciudadano.
Estas frases, que de tan repetidas parecen obvias, no encuentran sentido ni cabida en el quehacer cotidiano de las mujeres y los hombres dedicados a la política. Al contrario, normalmente piensan que la relación del político con la prensa está orientada hacia su control, su sometimiento o complicidad. Fuera de ellas, el político solo entiende esta relación en términos de agresión o enemistad.
Normalmente los políticos olvidan que la función primordial del Estado es la de garantizar el ejercicio de los derechos humanos, no bloquearlos o tutelarlos. Ningún Estado, ningún gobierno, debe proponerse como parte de su actividad, el tutelar a la opinión pública, el tratar de orientar sus preferencias y opiniones por mas erróneas o contrarias que le parezcan.
En una democracia los gobiernos, las autoridades, están al servicio del ciudadano y tienen como función, aparte de velar por la ampliación de sus derechos, reforzar con todos los medios a su alcance, aquello que consolide al sistema democrático.
El político tiende a olvidar muy fácilmente que un demócrata es aquel que es capaz de serruchar la rama enferma del árbol aunque esté sentado en ella. Es decir, si la fortaleza de un gobernante, se basa en el sometimiento, en el silencio, en la falta de autocrítica de unos medios de comunicación controlados por el mismo poder que lo sostiene, su deber, para dar cabida a la democracia, es terminar con ese estado de cosas, aun actuando en contra de sus propios intereses.
Porque en una democracia como la mexicana, los intereses que benefician a un partido político o a un gobernante suelen no ser los mismos que benefician a los ciudadanos a quienes gobiernan, sobre todo cuando se trata de la libertad de expresión.
Por una larga historia que no viene al caso referir en este espacio, en México la prensa, los grandes medios de comunicación, se han identificado con los intereses de los gobiernos, independientemente si estos convienen o no a los ciudadanos. Esta historia ha permitido una connivencia perversa que llegó a identificar a la labor de la prensa, de los periodistas, como un cuarto poder, poder no derivado precisamente de la fuerza de los ciudadanos, sino de la fortaleza de las instituciones del estado.
El autoritarismo de estas instituciones suele alimentarse de la nula capacidad de crítica de los medios de comunicación. En este sentido, gracias a esa complicidad basada en el sometimiento, la democracia se convierte en un autoritarismo de facto, sin que existan medios que adviertan al ciudadano del grave peligro que esta connivencia representa para las garantías individuales.
En otras palabras, si la prensa y el gobierno establecieron una relación basada en el intercambio de intereses, por medio de la conveniencia o del sometimiento económico o político, los grandes perdedores de esta relación son los ciudadanos.
En una verdadera democracia no existe mayor libertad que la libertad de expresión. La posibilidad de que el ciudadano vea en la prensa reflejados sus derechos, sus intereses, sus dudas, sus cuestionamientos críticos, en pocas palabras, su libre opinión, no puede ser coartada por un gobierno temeroso a sus críticos o ávido de reconocimiento incondicional. La imposibilidad del ejercicio crítico por parte de los ciudadanos, suspende el derecho del mismo a la libertad de expresión y provoca un estado de excepción de facto.
El estado de excepción es ese momento del derecho en el que se suspende el derecho. Hay autoridades que sin recurrir expresamente a la figura jurídica del estado de excepción, lo aplican de manera soterrada al imponerle al ciudadano todo tipo de obstáculos que le impiden ejercer su derecho a la libre expresión.
Al presionar a los medios de comunicación, a la prensa que le es crítica, a cambiar su actitud a través de la presión económica o política, los gobiernos, los estados, le imponen al ciudadano, un estado de excepción cotidiano, violando de esta manera uno de los más elementales derechos humanos que es el derecho a la palabra, a la crítica, a la libre expresión.
DN/I