En su novela El señor de las moscas, el escritor William Golding hace una advertencia sobre lo que ocurre cuando una comunidad humana abandona la política, y sus discusiones, como instrumento para la gestión pacífica de los conflictos, y decide guiarse por las opiniones del personaje más popular.
Para hacerlo, Golding nos narra el caso de un barco que es arrastrado por una tormenta, cuando a bordo solo está un grupo de adolescentes de distintas edades, y ningún adulto. El barco naufraga cerca de una isla desierta, y en esa isla los muchachos tienen que organizarse para sobrevivir.
Para tomar sus decisiones, acuerdan reunirse en una asamblea, y que quien tenga en sus manos la enorme concha de un caracol que encontraron podrá expresar sus ideas sin ser interrumpido. Esta regla les permitía escuchar diversas ideas, que luego eran discutidas, y al final se tomaba una decisión por la regla de la mayoría. En la novela, su organización funcionó, y lograron tener una convivencia civilizada, e incluso respetuosa de quienes eran antipáticos, pero que sabían dar argumentos razonables.
Sin embargo, conforme fue transcurriendo el tiempo, y sus esperanzas de ser rescatados se iban difuminando, comenzaron a romper sus propias reglas, y poco a poco reemplazaron la discusión por la burla hacia los que no gozaban del favor del joven más carismático, que se convirtió en su líder.
A partir de ahí todo comienza a empeorar, cada vez menos jóvenes cumplen con las labores que se les asignaron, y su convivencia se vuelve cada vez más violenta, hasta que llegan al punto de decidir que no tienen derecho a vivir quienes no le dan la razón a quien tiene el respaldo de la mayoría.
De esta manera, Golding nos advierte sobre lo frágil que es nuestra civilización, y sobre lo fácil que es caer en la barbarie. En ese sentido, no dice nada nuevo, cualquier persona que sepa más o menos cómo ocurrieron las diversas masacres a lo largo del siglo pasado sabe que cuando una mayoría se asume como la dueña absoluta de la razón, pierde el respeto por el resto, y hace lo posible por eliminarlos.
En ese sentido, el respeto de la dignidad de las demás personas implica reconocer, por un lado, que tienen tanto derecho a existir como lo tengo yo, y, por otro lado, asumir con humildad que no conozco todo, que me puedo equivocar, o que mis previsiones pueden fallar cuando únicamente considero un solo punto de vista.
De modo que, escuchar a los demás, atender sus razones, y ofrecer argumentos a favor o en contra, es una manera civilizada de construir una propuesta de solución que puede tener más probabilidades de funcionar, que la que se basa en la mera intuición de una o unas pocas personas. Claro que existen quienes tienen más capacidad de hacerse oír, pero eso no es razón para callarles, y sí debe ser motivo para buscar la manera de que se escuche a quien menos posibilidad tiene.
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