Don Julio ha estado lleno de dolor, de impotencia, de tristeza, de enojo y de resignación estos últimos meses. Acaba de cumplir 64 años y se ha quedado solo a cargo de sus nietas. Él, albañil de oficio, debió desarrollar otras habilidades para poder tener más ingresos, así que ahora también hace labores de jardinería, sin importar el clima, si le pica algún bicho o si debe trasladarse más de una hora desde donde vive para poder llegar a la zona de la ciudad donde tiene a sus clientes habituales.
A don Julio todo le duele. Le punza el cuerpo como si hubiera trabajado tres días seguidos, todo el día; le atormenta la mente pensando en si es su culpa, si le hizo mucho daño a Dios, si se lo merecía; le aflige el alma, esa que sabe que ya no volverá a ver ni a su hija ni a su hijo, quienes en diferentes circunstancias fueron asesinados en menos de tres meses.
Don Julio no quiere hablar con las autoridades, no quiere ya investigar nada, no quiere saber quiénes fueron los culpables de esas atrocidades.
Un día la hija de don Julio no llegó a la hora común tras salir de su trabajo. Después, no llegó a dormir. Luego no llegó a la mañana siguiente. Él supo, desde el primer momento, que algo no estaba bien. Ella jamás había faltado a dormir a su casa y los fines de semana los dedicaba a sus hijas: tareas, pendientes, labores, ocio.
Don Julio encontró a su hija en la morgue, donde le pidieron dinero para entregarle el cuerpo. “De dónde voy a sacar”, me dijo entonces. Durante los días siguientes estuvo recibiendo llamadas y mensajes en los que colgaban o le advertían que no se pusiera a averiguar. Dejó de contestar; de plano incluso abandonó ese número y decidió no tener teléfono un tiempo.
Poco más de un mes después don Julio tocó a mi puerta. Pensé que vendría a ofrecer darle una podada al pequeño ficus de la servidumbre. Me equivoqué.
Don Julio llegó con un papel doblado y me contó que su hijo estaba desaparecido; era la foto del muchacho, impresa. Lo había ido a buscar al lugar donde solía juntarse con otros vecinos del barrio y le dijeron que tenían días enteros sin saber de él. Ya había ido a la morgue, a brechas y baldíos de por donde vive, a la policía, a los servicios médicos, sin hallarlo. Seguía interponer la denuncia por desaparición, continuar buscándolo, preguntando por él.
Dos semanas después don Julio volvió. Ahora sí traía sus tijeras para podar. Lo primero que me dijo cuando salí fue que ya había encontrado a su hijo, aunque muerto. Me contó su penar por las instituciones y haberse encontrado con una mamá buscadora que, a su vez, lo consoló al hacerle ver que él sabía dónde estaba su muchacho y que le iba a poder dar la despedida y sepultura que necesitaba. Qué horrible que nos tengamos que consolar con eso porque no hay más, pensé.
Don Julio lloró al preguntarse cuál pecado había cometido, qué mal había hecho, cómo se había portado con Dios para recibir tal castigo.
No supe qué contestarle. “Los hijos son prestados, pero es muy difícil cuando se van antes que uno”, me dijo con la voz entrecortada.
Tiene miedo. Don Julio teme por él, teme por las nietas que quedaron huérfanas y ahora debe cuidar, teme por su casa, incluso teme por sus vecinos y por quienes lo ayudaron de alguna forma este tiempo.
Don Julio envejeció dos años en tres meses. Perdió a su hija y a su hijo. “Pero tengo que seguirle”. Entonces agarró sus tijeras y comenzó a cortar el ficus. “No hay de otra”.
Solo aceptación.
X: @perlavelasco
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