A lo largo de estos seis años pocas veces escribí acerca del presidente Andrés Manuel López Obrador. Cuando lo hice fue más bien como contexto de un tema y no sobre él directamente: ni su gobierno ni su persona. Esta fue una decisión completamente consciente y pensada, porque las pasiones que levanta, tanto en favor como en contra, muchas veces han rebasado las líneas del respeto hacia el otro, a aquella persona que opina diferente.
Además, es común que quienes trabajamos en los medios creemos que debemos (y sabemos) opinar sobre cualquier cosa, tengamos o no conocimiento suficiente para hacerlo. Yo misma, reconozco, he caído en esa trampa.
La próxima semana, cuando escriba esta columna, López Obrador ya no será presidente de México. En cambio, Claudia Sheinbaum Pardo habrá tomado posesión como la primera mujer titular del Poder Ejecutivo federal, un hecho histórico por sí mismo, pero del que sabremos la huella y la relevancia que irá teniendo conforme avance su administración.
Yo no voté por López Obrador hace seis años, lo he comentado en otras oportunidades, pero sí lo hice hace 12, cuando perdió frente a Enrique Peña Nieto. En 2018 no lo hice porque sentí que su momento ya había pasado y que se había convertido en un eterno candidato de su movimiento. Nada más errado: ese movimiento se transformó en un partido, mostrando su fuerza, y llevando al tabasqueño a la Presidencia en su tercer intento por ocuparla.
Hay muchas cosas con las que no estoy de acuerdo sobre la forma y el gobierno del todavía presidente, como su indolencia y socarronería frente a temas relevantes y sensibles; su desdén generalizado a los medios de comunicación con los que no coincide, su deferencia hacia las fuerzas armadas, el manejo de la pandemia de Covid o su afán de deshacer todo desde sus cimientos, en vez de aprovechar las bases, limpiarlas de esa corrupción que señaló (porque él como presidente era quien podía hacerlo) y construir sobre ellas algo mejor.
Pero también debo, en una balanza personal y profesional que intento que sea justa, reconocer aquello que merece ser mencionado: las pensiones a los adultos mayores, en un afán de darles un piso parejo de bienestar; el alza en la recaudación de impuestos sin aumentar los impuestos en sí mismos, sino haciendo eficiente la propia recaudación; los trabajos para rescatar a los mineros de Pasta de Conchos; el aumento en los salarios mínimos, que mejoraron el poder adquisitivo de quienes menos ganan; la beca para jóvenes, que permitió a muchos seguir sus estudios o tener mejores condiciones de vida…
Nos deja deudas, esos temas que en algún momento nos prometió, como las energías limpias, el sistema de salud de calidad mundial, la verdad a papás y mamás de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, la atención sin cortapisas a las familias de las personas desaparecidas, el regreso de los militares a los cuarteles…
Nunca compartí la opinión de aquellos que criticaron hasta el cansancio su acento, su forma de hablar, el tamaño de sus trajes, que no hablara inglés, sus gustos por la comida tradicional o, por extensión, todo eso mismo en la persona de su esposa, Beatriz Gutiérrez Müller, porque muchos de esos comentarios solo tenían el tufo que regularmente aporta el clasismo, sin ningún trasfondo mayor.
Está a nada de terminar el periodo de uno de los gobernantes más polémicos y más carismáticos (en el sentido que planteó Max Weber) que ha tenido este país.
Estoy segura de que su sexenio será objeto de escrutinio exhaustivo para la posteridad, que se hablará del (aún) presidente como una figura que difícilmente habrá dejado indiferente a alguien.
Para bien o para mal.
X: @perlavelasco
jl/I
|