Los seres humanos no estamos determinados para la violencia o la convivencia pacífica, ni por la genética o la neurofisiología. Somos seres abiertos a todo tipo de comportamiento que vamos adoptando según las circunstancias que nos presenta la vida.
Recientemente tuve oportunidad de escuchar testimonios de hombres y mujeres que en un momento decidieron sumarse a la guerrilla, al considerarla la única alternativa para mantenerse vivos. Tomaron las armas y se fueron a la montaña. Al hacerlo, una de ellas perdió cuatro hijos, y otra tuvo que abandonar a su pequeña, y ahora que tiene 21 no quiere saber nada de ella que está reintegrándose a la vida civil. Intercambié palabras con un hombre que perdió un brazo cuando manipulaba una mina antipersonal y platiqué con otro que recibió un balazo dejándolo inválido de por vida. Todos ellos viven actualmente en una pequeña comunidad de firmantes de los Acuerdos de Paz en Colombia. Sembrando, buscando promover el ecoturismo o criando animales… van reintegrándose a la vida civil tras décadas de lucha armada.
Pero la montaña también fue un escenario de aprendizajes. Todos los días –relataba una ex combatiente– teníamos una hora de estudio, existían tres reglamentos que debíamos cumplir, contábamos con un consejo de guerra que atendía el incumplimiento de las normas. Dichos aprendizajes se observan ahora en la comunidad de paz que tiene solo siete años de existencia, conformada por 51 ex militantes de las FARC. Cuentan con una guardería, escuelas primaria y secundaria y los adultos se reúnen por las tardes a discutir. Echaron a andar un taller de costura donde las mujeres se reúnen y conversan. Existe un consejo conformado por mujeres que organiza la vida colectiva. El diálogo y el cuidado de la naturaleza orientan las decisiones comunitarias.
En otro lugar, un líder comunitario narraba las violencias que sufrían por parte de paramilitares y cómo enfrentaron el terror que vivían. En cierto momento optaron por romper el silencio y desobedecer el orden impuesto por sus agresores. Habían perdido el miedo a morir. “Si agreden a uno, agreden a todos. Si nos matan, nos matan a todos. No nos vamos a ir, ni nos vamos a armar”, eran sus consignas.
Sin embargo, para hacer realidad esas convicciones, era importante que todos estuvieran de acuerdo. Había que dirimir las divergencias internas. ¿Cómo dialogar para que no nos maten? Sin saber cómo, diseñamos una estrategia de diálogo entre nosotros y con los otros actores –aclaraba el líder–. Esa decisión dio resultados. Logramos que hubiera transparencia de lo que se dialogaba entre todos (incluidos los victimarios). La institucionalidad del diálogo nos dio visibilización y una posición política fuerte.
“Respetamos todas las maneras de pensar, pero no estamos dispuestos a aceptar ninguna imposición”. Terminaba su exposición señalando: el conflicto es muy dinámico. Las nuevas generaciones no vivieron ese conflicto, necesitamos nuevas estrategias para construir paz. La paz no tiene vacaciones y demanda la transformación permanente de la comunidad. No hay conflicto que el diálogo no sea el medio para abordarlo.
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