Después de vivir poco más de 100 años un ritmo industrial vertiginoso devorador de la naturaleza, que la “entiende” como una gran bodega de recursos para el crecimiento urbano y su modo de vida consumista, algunas especies y localidades del mundo experimentaron el colapso.
Un ejemplo paradigmático es la muerte directa en Londres de 4 mil personas por la quema de carbono para calefacción en 1948. Sin embargo, la contaminación del aire no se ha abatido a la fecha. Por el contrario, las emisiones de carbono son responsables de la muerte prematura de 7 millones de personas en el mundo, cada año, de acuerdo con la Organización Mundial de la Salud, además de la desaparición, desde 2004, de 60 por ciento de la población de insectos voladores en Inglaterra.
Caminar hacia el “progreso” de la manera industrial, sin marcos ambientales exigentes, tiene un alto costo planetario.
Tal fue el impacto ecológico del avance de la producción industrial desde su inicio, a finales del siglo 19, hasta mediados del siglo 20, que en los años 50 Naciones Unidas hizo un fuerte llamado para revertir el daño ambiental. Ese es el origen en 1976 del Día Mundial de la Educación Ambiental.
Se llamaba a crear una nueva educación. Una que nos formara para ser capaces de generar otra tecnología, otros conocimientos y otras formas de vida más sencillas y conscientes de mantener la calidad de los procesos planetarios.
Bajo esta visión se impulsaron esfuerzos educativos colosales. Resultado de eso es que, más allá de las diferencias generacionales, tenemos en cuenta conceptos de la biología y la ecología que antes eran propios de especialistas. Ahora tenemos cierta idea de las consecuencias de nuestras acciones en el deterioro ambiental, aunque todavía insuficientes para cambiar el estilo de vida.
Sin embargo, en las recientes políticas ambientales mundiales, la educación ambiental se ha diluido al grado de desaparecer con ese nombre.
Aunque la formación ambiental en nuestro país ha tenido una tradición crítica, se ha ido diluyendo recientemente. Esto se observa en la inanición o incluso desaparición de instancias gubernamentales e institucionales desde donde se formaba y mantenía el diálogo entre conocimientos especializados, saberes comunitarios y los que surgían de los movimientos socioambientales.
En este sentido también se observa la tendencia a eliminarla del currículo escolar y en la tendencia a incrementar carreras ambientales, más que a “ambientalizar” el currículo de todas las profesiones.
La propuesta educativa mundial actual busca encaminarla hacia el llamado desarrollo sustentable; hacia el mismo modelo de desarrollo que, evidentemente, no cambia su modo de “entender” y actuar frente a la naturaleza, sino que tiende a maquillarla de “verde”.
Las visiones y los valores que la educación ambiental debe contener son un campo muy activo. Lejos de minimizarse toman fuerza en la resistencia.
Seguramente el 26 de enero, Día Mundial de la Educación Ambiental, prevalecerá en los actos oficiales una visión limitada. Frente a ello es necesario impulsar con toda su fuerza su carácter crítico y realmente transformador.
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GR
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