Las historias que a diario teje el periodismo, sea mediante las hábiles manos de los reporteros de prensa escrita, la aguzada lente de los fotógrafos, las voces e imágenes levantadas para la televisión o la radio, siempre tienen un rostro detrás.
Y no me refiero, en este caso, al declarante, al funcionario que, detrás de un escritorio, da cuenta de la realidad que aqueja al mundo e intenta convencer, a propios y ajenos, que se hace bien, se va por buen camino, se busca la solución.
Ahora escribo sobre aquéllos a quienes una nota, una foto, una imagen en video les cambia la vida, para bien o para mal.
Muchas ocasiones he perdido de vista este hecho. No es fácil mantenerse con esa idea. Quienes trabajamos en la labor de informar recibimos, en menor o mayor medida, una dosis de realidad que nos confronta a tal punto que conozco no pocos casos de gente que decide ya no dedicarse a esto. Lo que hacemos o dejamos de hacer a veces tiene consecuencias.
Pero nosotros no somos más que los mensajeros. Un principio esencial es que los periodistas no somos protagonistas de las historias que contamos (aunque hay excepcionales ejemplos de lo contrario, de reporteros consagrados que pueden darse ese lujo).
Y, como mensajeros, no todas las noticias son gratas para quienes nos leen o ven. Y, como mensajeros, tampoco somos culpables de ello.
Una dosis de realidad a la que me refiero la recibí el otro día.
El chofer del taxi en el que iba me preguntó, como suele ocurrir, si acababa de salir de trabajar. Tras mi afirmativa, volvió a preguntar acerca de cómo se llamaba el periódico en el que trabajo. Luego de decirle el nombre se quedó unos segundos callado.
Sí, sí lo conozco, respondió tras la pausa. Y entonces me contó que había sabido del periódico porque un familiar suyo había sido asesinado. Sólo nosotros habíamos publicado la nota, él no la encontró en ningún otro lugar. Detalló que había visto la foto de la persona en cuestión y la había identificado como tal.
En ese momento sólo comencé a pensar en que, así como a él, muchas otras personas encuentran en nuestras páginas de todos los días, un día cualquiera, un dato que cambia sus vidas, que las llena de felicidad, que las sume en la tristeza o que las hace recordar a alguien.
Pero, al mismo tiempo, son esas historias las que buscan nuestros compañeros reporteros que todos los días salen a las calles de las ciudades y los poblados de todo el mundo.
En particular, en esta empresa, nos mueve en gran parte encontrar los rostros, los ejemplos reales y palpables, reconocibles incluso, de los montones de cifras y números y terminajos con los que a diario nos topamos cuando, como al principio de esta columna, alguien detrás de un escritorio asume su papel de funcionario, de informante, de burócrata.
Y tal vez por eso no todos pueden (o podemos) contar una historia periodística. Porque hay que conversar con la gente, saber sus preocupaciones, sus temores, sus intereses, sus objetivos, sus anhelos, su vida diaria.
Encontrar una historia que sea un pequeño espejo en el que muchas más personas puedan reflejarse y mostrar un poco de empatía, sentir un pedacito de lo que pasa aquél de quien escribimos. Ése es el objetivo.
Entonces, cuando sé que llega una mala noticia a los ojos de alguien, no puedo evitar sentirme un poco mal. Tal vez eso me hace más humana, más cercana. Aunque uno sea el emisario, el mensajero a quien, en ciertas situaciones, se quisiera matar.
Y entonces cobra sentido la frase emblemática de Ryszard Kapuściński: “las malas personas no pueden ser buenos periodistas”.
Amén.
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