Primer acto. La escena es sencilla: una persona se acerca y extiende la mano con un volante a colores, que ofrece a quien va pasando. El transeúnte lo toma mientras el repartidor (sudando bajo el sol, apurado por terminar lo más pronto posible y pasar a recoger el sueldo del día) se aleja. Los ojos voltean al trozo de papel y descubren que se trata de publicidad electoral. La mano, casi en automático, desecha la publicidad arrojándola al piso, en ocasiones arrugándolo si el rostro le resulta molesto. Lo que unos momentos antes era un anuncio se convierte de inmediato en basura en la calle.
Segundo acto. Un estudiante de ciencias ambientales coloca pequeños contenedores de plástico en diversos puntos de un parque público, cada uno con un anuncio: “No tocar, material experimental”. Su intención es verificar la cantidad de humedad que se condensa durante la noche en el área verde, para calcular el riego óptimo de las plantas. Instala 20 recipientes y regresa al día siguiente para recoger los resultados. Pero no encuentra ninguno de los trastes, sustraídos todos por los visitantes. En el área circundante lo que abunda son envolturas, latas, bolsas tiradas. Basura.
Tercer acto. La ciudad se inunda de volantes y folletos distribuidos mano en mano, pegados con cinta en puertas y rejas o arrojados al interior de casas por una multitud de repartidores, a quienes les importa poco lo que dicen los sonrientes políticos, en rotundas frases que parecen calcarse unos a otros. Decenas, cientos de kilos, toneladas de papel se transforman en un problema de desechos. El diseño gráfico, la impresión y la distribución de los volantes se pagaron con recursos públicos. La limpieza de calles, la recolección en domicilios, el transporte al tiradero y el tratamiento en sitio de la basura, también.
¿Cómo se llamó la obra? Temporada electoral. ¿Y el segundo acto, qué tiene que ver con esto? Es un caso comparativo: el punto es que la mayor parte de la población está entrenada para deshacerse de inmediato de cualquier cosa que considere inútil, una basura. Miles de niños y adultos son capaces de cargar con refrescos, bolsas de frituras y demás a pesar de su volumen o peso, pero en cuanto los utilizan una comezón parece acometerlos: deben deshacerse de los restos lo más pronto posible. Tirándolos en la calle, en la parada del camión, afuera de las casas. Donde sea. Por el contrario, si algo es considerado de valor (como los envases colocados en el parque) no faltará alguien capaz de robarlos, a pesar de su minúsculo valor real (un peso con cincuenta cada uno). El hecho de que el lapso entre recibir publicidad que pretende obtener votos sea de meros segundos, indica a las claras que la mayor parte de quienes la reciben la consideran inútil. Basura. Si es así, no beneficia a quién la emitió (el político en turno) ni a la sociedad que pagó por ella. Mucho menos a los 17 árboles que fueron talados, machacados y tratados con sustancias químicas para convertirse en papel para albergar las frases y rostros de los candidatos.
La solución del estudiante fue ingeniosa y simple: cambió el aviso de los envases, que ahora anuncian “Peligro, sustancias tóxicas”. Las palabras están acompañadas de una sugestiva calavera negra, que añade fuerza y disuade al visitante del hurto. La solución para los candidatos requiere más imaginación, la búsqueda de canales que los conecten de manera más clara y directa con sus posibles votantes, en lugar de imprimir millares de mensajes que serán de interés para una fracción infinitesimal de personas y, por el contrario, serán recibidos como una inutilidad por la inmensa mayoría. Convertir recursos públicos en basura es una barbaridad, que puede y debe evitarse. Cierra el telón.
PHM/ I
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