Creo que se ha vuelto ya un lugar común afirmar que los partidos políticos viven una crisis de proporciones considerables, independientemente de qué tanta conciencia tengan de ello sus dirigentes e, incluso, si afecta o no sus resultados electorales, lo cierto es que ninguno puede preciarse en este momento de tenerlo todo en orden, lustroso y en buen estado.
De modo que, cuanto más se esfuerzan los administradores de la vida partidaria en aparentar cierta estabilidad o “normalidad democrática”, para utilizar el acomodaticio término de sexenios atrás, una terca realidad dice lo contrario y apunta siempre hacia nuevos conflictos y formas peculiares de desprestigio.
El PRI se encuentra amenazado por su propia sombra y su regreso al poder y las mieles del presidencialismo parecen más una maldición o un karma y se diluye con el paso del tiempo la oportunidad para “actuar más como partido”, recomponer su relación con la sociedad y construir democráticamente una mayoría estable y solvente.
El PAN, por su parte, se encuentra amenazado por el más grande dilema ético de su historia debido a que su llegada y breve paso por el poder no representó ningún cambio sustancial para el sistema político y dejó que entraran en sus filas, como una plaga bíblica, la corrupción y el uso abusivo e indebido del poder.
El PRD al final se encuentra amenazado por el fatídico desenlace de la prolongada guerra interna de las corrientes que lo conforman desde su origen (vulgo: tribus) hasta degenerar casi por completo en sus principios, aunque se sabe que sus males son congénitos y simplemente han aflorado de manera impúdica y, para algunos, terminal.
El resto de los partidos forman lo que podríamos llamar una pequeña constelación de franquicias (PVEM, MC, PT) en renta o intercambiables y reciclables de acuerdo con las condiciones particulares de tiempo y lugar, pero siempre atendiendo a los particulares intereses de las personas o los grupos que los regentean. Sus fronteras son transitables y sus mecanismos, perfectamente dispuestos para el intercambio de utilidades. Así las cosas, ellos no son una alternativa a la crisis de los grandes partidos, sino en todo caso comparten las penurias o las alimenticias ventajas de la rémora. Por supuesto que estas instancias legales cubren, en algunos casos, vacíos de representación. Y en distintos momentos pueden ofrecer espacios a los ciudadanos libres interesados en participar electoralmente con mecanismos de mayor flexibilidad. Pero nada más.
Acaso merezca Morena una mención aparte, para completar nuestras paradojas, en tanto es la expresión de una izquierda que duda sistemáticamente de la democracia, pero acude a sus canales de participación con el objetivo de lograr un “cambio verdadero” que se antoja sería resultado, más bien, de una vía insurreccional, no necesariamente armada, pero sí de movilización y de una línea de acción directa y que excluye o descalifica a todos los demás partidos por considerarlos parte de “la mafia política” y por tanto, se entendería, tendrían que ser desplazados e, incluso, si se sigue esa lógica, eliminados.
Empero, el mayor infortunio del México actual es que, más allá de esas formaciones partidarias, sólo existe una ciudadanía desconfiada, desorganizada y pasiva. Esto quiere decir que mientras los ciudadanos sigan siendo simples espectadores de los avatares de la partidocracia y mientras el voto se siga definiendo mediante la dádiva y la pobreza enturbie a la democracia, el resultado obligado y no computable es que todos perdemos. No importa por quién votemos. Hasta que la desvencijada relación entre la sociedad civil y la política reviente. Y entonces los grandes partidos cobren conciencia de su papel rector e incluyente y encuentren el eslabón perdido de la democracia mediante su propia autocrítica. En serio y a fondo.
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Acertijo
Por ahora: ni a cuál irle.
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