¿En qué momento el evento estelar de las contiendas electorales representado por el debate televisivo se transformó del espacio culmen de la contrastación ideológica y programática, en un cuadrilátero en el que se abusa de los golpes bajos o, peor, en una taberna cuyos comensales compiten por lanzar el insulto más soez y la difamación más artera?
¿En qué momento el duelo retórico que Nixon y Kennedy escenificaron en los ya míticos debates en 1960 cedió la argumentación inteligente y se convirtió en el espectáculo grosero caracterizado por la ausencia de ideas y la profusión de insultos?
¿En qué momento la pauperización del debate político tomó carta de naturalización y se constituyó en el ingrediente principal del que se alimentan las contiendas electorales? ¿En qué momento se olvidó que la pauperización del debate político repercute en el envilecimiento de la democracia?
Calificado por los medios de comunicación como el debate más sucio de las contiendas electorales en Estados Unidos, el pasado domingo 9 de octubre, Hillary Clinton y Donald Trump convirtieron el auditorio de la Universidad Washington de San Luis Missouri en un ring virtual en el que, a lo largo de hora y media, se enfrascaron en una confrontación de dimes y diretes, en el que exhibieron el bajísimo nivel de su discurso y su nula calidad argumental.
La difusión masiva de un video en el que Trump alardeaba, en un lenguaje procaz, de las condiciones ventajosas que su fama le daba para relacionarse sexualmente con las mujeres conmocionó el ambiente electoral al grado que obligó al candidato republicano a disculparse, al tiempo que convocaba a una rueda de prensa acompañado por tres mujeres que han acusado a Bill Clinton de acoso sexual.
En ese contexto se entiende que al inicio del encuentro, o del match para ser más exacto, los contrincantes olvidaran darse la mano o chocarse los guantes, cortesía mínima entre los pugilistas profesionales. Enquistados en su discordia, los candidatos desaprovecharon el interesante formato establecido, en el cual responderían a preguntas formuladas por ciudadanos, autodefinidos como indecisos, mismas que en la mayoría de los casos fueron utilizadas solamente como pretexto para golpear al adversario.
El mainstream de los medios masivos se precipitó en declarar vencedora a la candidata Clinton. Sin embargo, las cifras que las encuestas reportan luego del evento coinciden en señalar que no se advierten modificaciones sustanciales en las intenciones de voto. Frente a un caudal de indecisos, las huestes alineadas tras cada candidatura se consolidaron y endurecieron su postura generándose una polarización hasta ahora inédita en la política norteamericana y que amenaza con un desenlace de imprevisibles consecuencias.
La retórica enjundiosa y beligerante de Trump incendió no solamente a los seguidores de su discurso antiestablishment y nacionalismo racista, sino a los millones de usuarios que, desde el ringside privilegiado de las redes sociales, expresaron sus opiniones en más de 20 millones de menciones en Facebook y 30 millones de tuits en Twitter, de los cuales una mayoría considerable (64 por ciento en Twitter) tenía como protagonista principal a Trump.
En el caso de Hillary, condicionada por un discurso defensivo del statu quo, su desempeño en el match fue calificado como mediocre y, a pesar de sus nulas referencias a los temas que les importan, los hispanos y afroamericanos la siguen apoyando con la idea de que resulta la menos peor.
Elegir al (la) menos peor se ha convertido en la opción normal y/o natural de las democracias contemporáneas.
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