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Crucificándose
Empiezan las campañas
Al principio nos dijeron que el virus pasaría en unas semanas y regresaríamos “pronto”, así lo reiteran los anuncios gubernamentales, a la normalidad. La pandemia sería como un arrasador tsunami, pero la ola pasaría. La pandemia llegó como una marejada, pero no se irá pronto, se anegó en nuestras comunidades. Ahora las autoridades nos dicen que no volveremos a la vida anterior, sino a una “nueva normalidad”.
No sabemos qué tan diferente será ni cuánto tiempo durará. Lo que podemos aventurar es que nos acostumbraremos a vivir con el nuevo virus como lo hemos hecho con tantas cosas. Somos, junto con las cucarachas y las ratas, una de las especies biológicas más adaptables que coloniza prácticamente todo el mundo, desde los polos hasta los desiertos.
Recuerdo todavía la cara de sorpresa de mi amigo austriaco cuando vio aquel enorme candado que colocaba yo con destreza en el volante de mi auto. “¿Qué es eso?”, me preguntó asombrado. “Es un candado para que no se lo roben tan fácilmente, también tengo dos alarmas. Hay otros que encadenan su coche a los postes”. La misma cara de sorpresa puse yo cuando me contó que en su ciudad dejaba las llaves pegadas en su coche.
Nos acostumbramos a la inseguridad. A vivir tras las rejas. A nadie sorprende ver una casa con cercas eléctricas, cámaras de seguridad y alarmas. Me dolió ver en mi casa, después de dos visitas de los ladrones, las “serpentinas” como las de los campos de concentración. Ahora sólo me percato de su existencia cuando el periódico se atora en ellas. Nos acostumbramos a la violencia intrafamiliar, a las extorsiones telefónicas desde las cárceles, a que se vendan en comercios piezas de autos robadas.
Nos espantaron las primeras cabezas rodando sobre la pista de una discoteca. Ahora las masacres, los cuerpos desmembrados o disueltos en ácidos son noticia rutinaria. Nos acostumbramos a que cada día maten en el país a cerca de 90 personas y a que de más de 90 por cierto sea el índice de impunidad. Las fotos de las personas desaparecidas en el monumento a los Niños Héroes nos sacudieron. Ahora forman parte del paisaje urbano, nos habituamos a que haya más de 60 mil desaparecidos en nuestro país.
Sabemos que suele ganar el juicio el que usa más triquiñuelas. No nos sorprende, aunque nos indigne, que los narcos operen con libertad mientras que la fiscalía persiguió implacablemente a una psicóloga por enviar un medicamento a su mamá.
Estamos adaptados a los grandes escándalos de corrupción y a las pequeñas corruptelas, a las mentiras y a los insultos en las redes sociales. A quitarnos los zapatos en los controles del aeropuerto, a pagar el estacionamiento en los centros comerciales, al olor químico del río Santiago.
Nos conmocionó la noticia del primer muerto por el virus en México, ahora las víctimas se cuentan por cientos cada día y suman ya más de 7 mil. Nos acostumbramos a ver la línea de contagios que crece mientras las autoridades insisten en que todo está controlado. Nos habíamos costumbrado hace tiempo a que en el Seguro Social no haya medicinas, a esperar meses para una cirugía; a las nuevas enfermedades: el zika y el chikunguña, y al regreso del dengue.
Es normal que la gente viaje colgada en los camiones, que las banquetas estén llenas de autos y de cacas de perros; y las calles, repletas de baches. Vivimos cada día con las grandes tragedias y con los pequeños inconvenientes. Hay personas que desde diversos colectivos trabajan contra estos males y contra su normalización, pero son las menos. Aprenderemos a vivir con el Covid-19 si tenemos la suerte de no estar en la lista de los “lamentablemente” fallecidos.
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