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Triunfos detrás de la estufa

El fin de semana una tendencia en Twitter hizo que saltara a mi radar una serie de la plataforma Netflix: Street Food Latinoamérica. 

Después de leer que la tlayuda había ganado la batalla final como comida callejera del subcontinente frente al ceviche (cebiche, sebiche o seviche, todas válidas), mi curiosidad me llevó a encontrarme con un proyecto documental que me dejó maravillada. 

Para comenzar, se trata de un proyecto que conjuga grandes, pero sencillas historias con un trabajo informativo y hasta periodístico muy dedicado, imágenes fabulosas de ciudades de América Latina y, lo mejor, comida. 

Segundo, me llamó de una forma poderosa la atención que las historias medulares de cinco de los seis capítulos son protagonizadas por mujeres. Y en ellas, sin importar su edad, su origen, su etnia ni su presente, hay un sentimiento de empoderamiento logrado a través de la cocina, de la gastronomía callejera, de las raíces que emanan de los fogones y las cazuelas. 

Son mujeres que encontraron en los alimentos una salida, un refugio, una forma de vida, una reivindicación de sí mismas. El derecho, arrebatado incluso, a ser quienes ellas querían ser. Lo mismo para darles un futuro a sus hijos que para hallar su valía detrás de estufas, en mercados o puestos. 

El paseo comienza en Buenos Aires, Argentina, con una joven mujer lesbiana que tuvo que demostrar que el asado no es sólo cosa de hombres y, de paso, ganarse el respeto de comensales y colegas. Despega hasta Brasil, directo a Salvador, con una mujer madura y tartamuda a la que, después de una desilusión, las redes sociales le regresaron sus ganas de hacer de la cocina una forma de vida. 

Después se traslada tierras mexicanas, en Oaxaca, donde una mujer decidió dejar lo poco que le daba su marido y buscar la manera de que sus platillos, aunque simples, tuvieran un toque delicioso y único, y le permitieran seguir siendo la persona independiente que siempre fue. Le sigue la peruana Lima, la única historia central de un hombre: un joven brillante en la escuela que halló su pasión en la cocina, renunciando a un imperio ya en sus manos. 

Continúa con otra mujer que reinventó un clásico de la gastronomía colombiana, desde Bogotá, y que, al mismo tiempo, logró que un mercado público se convirtiera en referencia culinaria de primer nivel, junto con sus demás compañeras cocineras. Y finaliza con una fabulosa cholita de La Paz, Bolivia, quien se cansó de que su esposo no pudiera darles de comer a ella y a sus hijas, se rebeló de las ataduras que dicen que las mujeres no deben trabajar y se convirtió en una prolífica e innovadora vendedora callejera que emplea a decenas de personas. 

No es posible dejar pasar estos relatos. En momentos, desgarradores y tristes, y en otros, cálidos y esperanzadores. Ver a esas mujeres llenas de una fuerza y una voluntad a prueba de todo, desde una trinchera que ha sido por años tratada hasta con desprecio o como un insulto (“las mujeres deben estar en la cocina”, “sólo deberán cocinar y tener hijos”...), da cuenta del resignificado que ellas le dan al concepto de cocinera. Ya no como un sustantivo minimizado, sino como una fuerza creadora y poderosa de la que puede salir tanto como su imaginación y sus manos lo permitan. 

De paso, me remite a muchas historias cercanas. Porque estoy segura de que todos conocemos a una mujer que después de haberlo perdido todo o haberse cansado de todo, encontró en ese rincón tantas veces ninguneado, la cocina, el crisol perfecto para planear y renacer. Para repensar en grande. Para retomar las riendas de su vida. Para dar nuevos bríos y esperanzas a sus amados seres. Para cocinar no sólo comida, sino para darse forma a sí misma. 

Sazonarse. 

Twitter: @perlavelasco

jl/I