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La semana pasada se anunció el premio Nobel de Economía 2020. En esta ocasión, serán galardonados Paul R. Milgrom y Robert B. Wilson por sus contribuciones a la teoría de las subastas. Las aplicaciones de esta teoría refieren a la definición de la política monetaria, a la venta de licencias de telecomunicaciones y a la privatización de empresas públicas. 

Pocos saben que detrás del trabajo de Wilson hay una notable contribución hecha por el mexicano Armando Ortega-Reichert. Más aun, Eric Maskin, Roger Myerson y William Vickrey, todos ganadores del mismo premio, en diversos trabajos reconocieron la influencia de Ortega-Reichert en las teorías de subastas, de contratos y de señalización.  

La tesis doctoral de Ortega-Reichert plantea modelos de licitación en donde hay competencia, incertidumbre y aversión al riesgo. Fue innovadora porque evidenció que hay mecanismos de señalización en los mercados. Asimismo, introdujo, por vez primera, el supuesto de aversión al riesgo en el que se basa la economía financiera contemporánea.  

¿Por qué es tan poco conocido el trabajo de Ortega-Reichert? La respuesta es porque nunca publicó su tesis doctoral. Su trabajo fue conocido por los académicos de Stanford quienes eran sus profesores o compañeros. Ellos usaron, desarrollaron y extendieron sus ideas al tal grado que posteriormente les darían premios Nobel. 

¿Por qué nunca publicó su trabajo? Porque, como él mismo reconoció, nunca tuvo dinero para hacerlo. La falta de programas de financiamiento en el México de los años 70 le impidió desarrollar una, tal vez, brillante carrera académica. De hecho, tras haber terminado sus estudios, Ortega-Reichert regresó al país para trabajar y jubilarse en el sector público. 

Esta historia evidencia los efectos de la falta de mecanismos de financiamiento de largo plazo para la ciencia y la tecnología. Si en esa época hubieran existido dichos mecanismos, hoy quizá estaríamos celebrando un premio Nobel y, más importante, tendríamos mejores políticas económicas y financieras.  

Desafortunadamente, hoy, hay quienes celebran la desaparición de los fideicomisos para la educación, la ciencia y la tecnología. Desaparecerlos implica retroceder a los años 70; más aún, implica liquidar oportunidades de desarrollo económico para el país.  

jl/I