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Al filo de la navaja

En las pasadas elecciones de Estados Unidos, las casas encuestadoras y algunos analistas esperaban una avalancha de votos para el candidato demócrata Joseph Robinette Biden Jr., mejor conocido como Joe Biden. Sin embargo, hasta hoy los resultados electorales son inciertos, caóticos e impredecibles. Lo único seguro es que, como nunca en la historia, el electorado estadounidense se volcó a las urnas y, como presume Biden, es ahora el candidato más votado (más de 72 millones de votos); aunque también Trump puede presumir que ha sido el candidato perdedor más votado (casi 69 millones). 

Si no hay sorpresas, el ganador —tanto en voto popular (50.5 por ciento) como voto electoral (270 electores)— sería Biden. Sin embargo, la resolución de la elección presidencial podría tener dos salidas: la primera, por un proceso establecido por el Colegio Electoral; y la segunda, por la vía legal. En el caso de la primera, las fechas establecidas son las siguientes: el 8 de diciembre es la fecha límite para resolver disputas electorales (en los estados); el 14 se reúnen los 538 electores (cada quien en cada estado) para emitir su voto y enviarlos al presidente del Senado (23 de diciembre); 6 de enero, se cuentan los votos en el Senado; y 20 enero la toma de posesión del presidente. 

La otra vía es que Trump venda cara su derrota en las urnas con declaraciones iracundas y litigue en los tribunales con la fuerza de su equipo de abogados, primero en las cortes estatales y, al final, en el Supremo Tribunal de ese país, que podría decidir incluso hasta el 5 de enero. 

Lo que esas elecciones presidenciales han dejado claro es la existencia de una polarización entre liberales y conservadores; entre demócratas y republicanos: en la década de 1960, el 5 por ciento de los republicanos y el 4 por ciento de los demócratas decían que no deseaban que uno de sus hijos se casara con uno del otro partido; para 2010, 49 por ciento de los republicanos y 33 de los demócratas tenían ese (re)sentimiento, y el 50 por ciento de creer que el otro es inmoral. Esta polarización no sólo es en términos partidistas, sino que se extiende a otros temas como medio ambiente, migración, aborto, armas, medios, pandemia, etcétera. 

Aunque ambos segmentos partidistas reciben la misma información, cada uno la procesa con sus propias creencias, valores y filtros culturales; esto producto del llamado “sesgo de confirmación”; o sea, la inclinación a buscar, interpretar, preferir y/o recordar información de una manera que confirme las creencias o prejuicios (en México no somos ajenos a este fenómeno entre los llamados fifís y chairos). O bien, como “conflictos intratables”, los que se eluden resoluciones con obstinación, aun cuando se empleen las mejores técnicas. 

De acuerdo con los resultados electorales publicados por las principales cadenas noticiosas, es posible ver una peligrosa polarización debido a grupos extremos que aceptan los resultados electorales en una contienda tan cerrada. Si a este fuego le agregamos líderes incendiarios que, en lugar de aportar argumentos razonables, lanzan improperios, insultos y descalificaciones a sus supuestos detractores y enemigos políticos, la polarización entre sus seguidores será peligrosa y podrá traducirse en tragedias. 

Si bien la democracia entraña una discusión pública dinámica y sensata para dirimir conflictos inevitables en una comunidad, algunos políticos que ostentan cargos públicos recurren a la polarización para que su opinión impere, no con la fuerza de la razón, sino con el avasallamiento de la autoridad; así, la democracia pende de un hilo.  

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