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Tiempos compartidos

Lejos parecen haber quedado esos tiempos en los que, si acaso teníamos una videoconferencia profesional, una junta mediante llamada o hasta un momento de conversación lejana con algún amigo o familiar, todo debía ser correcto y lleno de pulcritud, con sonidos casi nulos, salvo nuestra voz; con la luz exacta y la vestimenta sin una arruga. 

Mandábamos callar a todos, nos encerrábamos bajo llave y lo más que mostrábamos era una pared de fondo, nuestra sala recién limpiada o nuestra silla del escritorio. 

Pero la pandemia nos ha llevado a ver a nuestros compañeros y amigos desde la lejanía, aunque quizás como nunca antes hasta el centro de su vida privada, familiar, íntima, cercana. 

Son los hijos que se asoman a saludar a los colegas de trabajo porque ya saben que papá o mamá van a comenzar una reunión en unos minutos y ya no podrán jugar con ellos; son los gatos que, como siempre, llenos de confianza y sabiéndose jefes y amos, saltan frente a las pantallas y se pasean, como los modelos que son, sobre el teclado; son los perros que apoyan su hocico en el escritorio o en el regazo de sus humanos mientras que estos hablan de proyecciones del día, de la necesidad de repetir un informe o de los detalles de los balances mensuales... 

Nos hemos resignado a que, mientras decimos algo vital para nuestro trabajo y nuestros jefes nos escuchan del otro lado, en su propio monitor, desde la calle lleguen los sonidos diarios a los que antes huíamos con urgencia, para no dar una mala impresión o parecer desconsiderados: la sirena de un vehículo de emergencia que pasa por la avenida más cercana, los vecinos que acompañan su quehacer con las mejores cumbias de todos los tiempos, los albañiles contratados hace meses para restaurar la casa de al lado y cuya labor parece no terminar nunca, el vendedor de elotes y tamales que, a la misma religiosa hora, pasa en su triciclo todos los días, “el panadero con el pan, el panadero con el pan”, cuya canción machacosa pareciera ser un acuerdo del gremio para que se oiga por todas las partes del país… 

Estos días que he estado al pendiente de algunas de las actividades de la Feria Internacional del Libro terminaron por hacerme patente esta nueva realidad que yo creía que sólo ocurría en mis encuentros virtuales con amigos y compañeros, sean del ámbito profesional o personal. 

Durante la charla sobre la industria editorial mexicana desde la pantalla de alguno de los ponentes se escuchaba sonar un teléfono celular, a la vez que, en ese mismo encuentro, un perro decidió que él tenía también mucho por decir acerca de lo que pasa en su mundo. Nadie, hasta donde me quedé, pidió que callaran al canito ni que se apagaran los teléfonos. Pareciera que hemos traspasado esos protocolos, que nos hemos vuelto más tolerantes a los entornos de los demás o que, simplemente, como les pasa a los otros también nos puede pasar a nosotros. 

Ahora, en estos tiempos compartidos, recuerdo aquel famoso y viral programa en el que, desde un estudio de televisión, entrevistaron a un especialista. Todo correcto, frente a su pantalla, debió seguir su intervención luego de que sus hijos, una niña y un niño, entraran a su oficina y lo tomaran por sorpresa. La madre de los pequeños los sacó a rastras, tan rápido como pudo. 

Nadie nos imaginamos que años después esa sería nuestra nueva realidad y que, de alguna forma, lanzaríamos así señales de lo que es nuestra vida diaria: nuestros amores y compañías, nuestra realidad y entorno, lo que sufrimos o gozamos, los espacios que habitamos todos los días, lo que leemos y escuchamos, e incluso nuestras necesidades tecnológicas y nuestras limitaciones. 

“No te oigo, todo se corta” pasó a convertirse en parte del saludo, y “ya me voy a desconectar”, de la despedida. 

Después, apretar un botón. “Dejar la reunión”. 

Salir. 

Twitter: @perlavelasco

jl/I