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La vacuna rusa y la tampiqueña

Luego de contagiarse de Covid-19, Andrés Manuel López Obrador regresó a la arena pública después de dos semanas de confinamiento. En su primera conferencia matutina arremetió contra Héctor Aguilar Camín y Enrique Krauze por recomendar a los partidos de oposición “unirse para que no ganáramos en la próxima elección” (sic), entre otras acusaciones usuales y repetitivas. 

Desde el inicio de la actual administración federal se han vuelto una costumbre los encontronazos entre el presidente de la República y diversas voces pertenecientes al reducido y cooptado mundo intelectual de México. Más allá del espectáculo que pueden representar este tipo de desencuentros, el debate sobre el papel que juega la clase intelectual en la conformación y revisión permanente de la sociedad y el Estado es un tema pertinente y vigente en México y en cualquier otra democracia. 

Michel Foucault afirma, en “Verdad y poder”, último capítulo de La microfísica del poder, que “durante mucho tiempo, el intelectual (llamado ‘de izquierdas’) ha tomado la palabra y se ha visto reconocer el derecho de hablar en tanto que maestro de la verdad y de la justicia. Es decir, se le escuchaba, o pretendía hacerse escuchar como representante universal. Ser intelectual era ser un poco la conciencia de todos”. 

Sin embargo, el propio Foucault afirma que el papel de esta figura social cambió: “Los intelectuales se han habituado a trabajar no lo ‘universal’, lo ‘ejemplar’, lo ‘justo y verdadero para todos’, sino en sectores específicos, puntos precisos en los que los situaban sus condiciones de trabajo, o sus condiciones de vida… han adquirido así una conciencia mucho más inmediata y concreta de las luchas”. 

Pero ¿quiénes son y qué representan hoy los intelectuales en México? ¿Cuáles son los debates específicos que abordan y cuáles son sus argumentos? Y, ¿cuál es su relación con el poder? He aquí algunas respuestas. Durante los últimos sexenios y hasta el gobierno de Peña Nieto, los intelectuales en México jugaban un papel de críticos limitados del poder. Muchos de ellos –autodenominados liberales y demócratas– apelaron a valores como la justicia, el desarrollo y las libertades en sus estudios y publicaciones, pero sus juicios y análisis se circunscribían a un velado reconocimiento de los resultados que los propios gobiernos ofrecían. 

La crítica siempre tuvo un límite: el acuerdo económico. En eso tiene razón López Obrador. El dinero público hacía su función, lubricaba y modulaba los intercambios entre la clase intelectual y el presidente, los gobernadores, los ministros y demás figuras públicas de peso. 

En México los intelectuales pasaron de ser críticos controlados a militantes políticos, justificando esta politización a partir de la actividad específica de cada uno –como especialistas en determinadas materias–, pero siguiendo un mismo guion: el ataque sistemático a un gobierno que no representa sus saberes, experiencias, argumentaciones y luchas. 

Si bien, los intelectuales de los siglos 19 y 20 –a quienes se refiere Foucault– pasaron de concebir el mundo social desde categorías como lo “universal” y lo “ejemplar” hasta puntos precisos y específicos del conocimiento; el signo y esencia de su trabajo siempre fue la búsqueda de la “verdad”. Por el contrario, es claro que Aguilar Camín y Krauze –por citar los dos ejemplos que ha puesto de moda López Obrador– no buscan la “verdad”, sino la autopromoción de su figura en el contexto de un debate político que están perdiendo, en términos económicos, sobre todo ahora que ya no reciben recursos públicos, y sociales, puesto que en el mundo digital no tienen la preponderancia que tenían para otras generaciones. 

Así, en nuestro país, los intelectuales aparecen como todólogos extraviados y aturdidos por sus propias pérdidas. La anécdota, de las vacunas rusa y tampiqueña, que nos regalaron esta semana Aguilar Camín y López Obrador, lo puede confirmar. 

Twitter: @Cronopio91

jl/I