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Si los objetos hablaran

Una de las noches de esta semana leí una frase que me dejó pensando. Era algo así como “¿Qué dirían los objetos si hablaran?”. Sinceramente, no recuerdo mucho el contexto, pues ya me estaba quedando dormida, pero por alguna razón quedó retumbando en mi cabeza. 

Nuestros objetos, lo que nos rodea, son parte de nuestras vidas, las hacen más sencillas o las complican. Además, si nuestros objetos hablaran, revelarían seguramente secretos de nuestra rutina diaria de los que tal vez ni siquiera sus propietarios seamos conscientes. 

De paso, este último año, algunos objetos han tomado más importancia que otros o se incorporaron a nuestras existencias como nuevos favoritos, en medio de esta pandemia que sigue y que ya prácticamente tiene un año instalada en México. 

¿Qué dirían mis objetos si hablaran? 

Mi cama diría que sabe que, hace al menos dos meses, no estoy durmiendo bien. Me sugeriría descansar mejor, tener una mejor higiene del sueño, como lo llaman los médicos. Me diría que sabe de mis dolores de cabeza esporádicos, pero molestos, y que sus amigas las almohadas han comentado con ella varias veces las ocasiones que he despertado en medio de pesadillas horribles o sueños inquietantes que impiden que mi revolucionada mente descanse aun mientras duermo. 

Mi teléfono celular suplicaría por no trabajar horas extras. Me recomendaría hacer un uso más responsable y moderado de las redes sociales. Tal vez, con un repiqueteante reclamo, me comentaría lo mucho que necesito desconectarme al menos por las noches de su pantalla, con una labor conjunta de mi cama para ir a dormir cuando debo e intentar descansar cuerpo y mente. No descarto que me llamaría la atención por engancharme en discusiones estériles en redes sociales, con personas que no conozco y que pasan a la violencia verbal con una facilidad increíble. 

Mis preciosos libros, bajo un pesado y harto polvo imaginario, se sacudirían como un enorme perro peludo recién bañado para después reclamarme el olvido en el que los tengo. Me dirían que saben (porque los libros siempre saben) que ya no los quiero como antes, que ya no los aprecio como antes, que ya no me enamoran como antes. Y a mí, en esa conversación, no me quedaría más que admitir que hay algo de verdad en ello. Tal vez porque mi cabeza se cansa de leer todo el día o porque el amor juvenil que nos teníamos se rompió en algún momento y ahora no devoro a cada uno de ellos cuando llega a mis manos, sino que los leo con calma, en pausas, sólo cuando alguno realmente capta mi atención. Resignados, me contestarían que entonces puedo dejarlos en manos y ojos que sí los aprecien y quieran, pero me daré cuenta de mi egoísmo y los volveré a ignorar, sin leerlos, pero sin liberarlos, con la esperanza de que algún día mi amor por ellos regrese. 

Mis nuevos objetos amigos, el termómetro y el oxímetro, seguro me dirían lo felices que están de haberse unido hace varios meses a la familia del baumanómetro y del glucómetro. Tendrían bastante clara su labor en mi vida y se sabrían esenciales. Me recomendarían cuidarlos y fijarme dónde los dejo, porque en estos momentos podrían hacer una sutil diferencia entre saber o no si soy víctima de alguna enfermedad. Y creo que también pedirían un poquito menos de obsesión con ellos cuando la tos me asalta en la madrugada y mi mente cree que voy a morir ese mismo día. 

Lo impresionante de este ejercicio es que, si nosotros hablamos de forma sincera por nuestros objetos, podríamos darnos cuenta de aquello que nos está lastimando, que nos cansa o nos debilita, que nos aprisiona. 

Tal vez más seguido deberíamos dejar que los objetos hablaran y deberíamos escucharlos. Seguro encontraríamos una que otra respuesta a aquello que nos agobia. 

Y sus objetos… 

¿Qué dicen? 

Twitter: @perlavelasco

jl/I