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Crucificándose
Empiezan las campañas
El Covid-19 y las redes sociales son los dos actores principales de un fenómeno intrincado y complejo. La aparición y expansión del virus y el aumento en el uso de las redes sociales a causa del confinamiento tendrán consecuencias que muy pronto veremos reflejadas en nuestro estilo de vida.
Este dúo –virus y big data– no sólo ha desnudado la ineptitud institucional de casi todos los gobiernos en el mundo, sino que también ha expuesto, de forma obscena, las enormes diferencias que existen en cuanto a la capacidad material de las personas y las familias para enfrentar un problema de la magnitud de esta pandemia. Por ejemplo, en México los números no nos dejan mentir. De acuerdo con una nota publicada hace un año en El Economista, nuestro país pertenece al 25 por ciento de las naciones con mayor desigualdad en el mundo: “Mientras el estrato poblacional con menores ingresos percibe 101 pesos por día, el más alto ingresa en promedio 1,853 pesos, 18 veces más”.
Estas desproporciones económicas se han expuesto, más que nunca, a través del cristal de las redes sociales. Facebook, en particular, ha sido el espejo que nos muestra todos los días las dos caras de la moneda. Esta referencia tendría poca relevancia si Facebook fuera una aplicación marginal y de uso restrictivo y limitado, pero no lo es. En México, aproximadamente 80 millones de personas tienen acceso a Internet, y de ellos, 79 millones disponen de una cuenta en Facebook, plataforma digital que sigue en la preferencia de los usuarios de todo el mundo.
Así, el frenético ritmo del mundo digital llega hasta nuestros dispositivos, penetra nuestra intimidad, nos pone en perspectiva, pero también nos sitúa en la escala social con una claridad espeluznante y quizá, hasta peligrosa: tú eres rico, tú tienes algo, tú no tienes nada.
Hace no tantos años, el mundo de los ricos y el de los pobres eran más distantes, casi ajenos, se anteponían entre ellos territorios, materialidades, costumbres, culturas y lenguajes disímbolos. Se mezclaban, pero siempre había un sentido de pertenencia. Hoy, sin embargo, las mujeres y los hombres –sea cual sea su condición socioeconómica– comparten poderosos espacios de comunicación y “reflexión”, lo que en apariencia podría representar una democratización de las relaciones sociales.
Sin embargo, en plena pandemia –con la muerte susurrando al oído– leemos en el face cómo se intercalan mensajes y narrativas que rayan en la bipolaridad. La miseria de algunos frente a la opulencia de otros. Algunos piden cooperación a sus contactos para comprar un tanque de oxígeno o para pagar los gastos funerarios que no pueden cubrir, otros piden empleo de forma desesperada, otros se lamentan de no poder viajar a esquiar a Vail este año o de no tener posibilidades de salir al antro de moda con sus amigos.
El riesgo es que estas verbalizaciones, deseos y anhelos no están diferenciadas, conviven, se interponen y entreveran en tiempo real y representan tensión y recelo dentro de lo que el filósofo surcoreano Byung-Chul Han ha denominado como “enjambre digital”.
Es decir, en el mundo de la hipercomunicación y la psicopolítica –siguiendo a Byung-Chul Han–, un clic es suficiente para que los marginados adviertan, de una vez por todas, sus carencias y eso, tarde o temprano, implicará efectos sobre la vida en el mundo real.
Es cierto que el mundo digital ha logrado universalizar un modelo de comunicación directa y personalizada, sin intermediarios visibles y sin sesgos “ideológicos”, pero –al igual que en las relaciones presenciales– no se puede sostener una democracia con desigualdades tan amplias, mismas que, en medio de una situación como la que atravesamos con esta pandemia, cada vez son más visibles y estridentes.
Twitter: @cronopio91
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