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Los intelectuales frente al poder

El intelectual cuestiona el poder, objeta el discurso dominante, provoca la discordia, introduce un punto de vista crítico 

Enzo Traverso 

 

En época de crisis surgen sentimientos xenofóbicos, exaltaciones nacionalistas y búsqueda de culpables (“no quién lo hizo, sino quién me lo va a pagar”) y eso ocurrió en Francia a fines del siglo 19 principios del 20. Los franceses de esa época veían a los judíos como responsables de los aprietos económicos de ese país. El 22 de diciembre de 1894 un tribunal militar encontró culpable de espionaje al capitán Alfred Dreyfus y fue condenado a cadena perpetua en la infame Isla del Diablo de la Guayana Francesa. Sin embargo, 11 años después fue declarado inocente. 

Lo que se conoció como affaire Dreyfus causó polémica y polarización en la sociedad francesa. Durante ese tiempo se desarrolló un movimiento político intenso: por un lado, estaban los nacionalistas (derecha) y por el otro los defensores de Dreyfus (izquierda). Este último grupo, integrado por un buen número de pensadores, lo encabezaba el escritor Émile Zola, convenidos de la inocencia del capitán y que publicaban desplegados como “abajo firmantes”. Clemenceau, jefe de redacción del diario L’Aurore, se refirió a ellos como “esos intelectuales que se agrupan en torno de una idea y se mantienen inquebrantables”. 

El concepto “intelectual” es polisémico y difícil de precisar. El diccionario SM lo define como: “Referido a una persona, que se dedica profesionalmente al estudio o a actividades que requieren un empleo prioritario de la inteligencia”. Entonces, los intelectuales en nuestra sociedad representan un grupo de personas que se caracterizan por sus opiniones y evaluaciones generalmente críticas de las condiciones sociales, económicas, políticas y culturales. Algunos gobernantes los ven como un estamento peligroso para su política, por lo que muchas veces son cooptados o, en ocasiones, defenestrados. La relación poder-intelectual puede ser ambigua pero superable. 

Algo similar ocurre en la actualidad con el titular del Ejecutivo, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) y los intelectuales que lo cuestionan. AMLO los califica como “intelectuales orgánicos”, escritores, comentaristas y académicos que no coinciden ni con la llamada “cuarta transformación” ni mucho menos con los métodos, estrategias o políticas esgrimidas para implementar un nuevo régimen político. Los “intelectuales orgánicos” son los representantes del “antiguo régimen” del período neoliberal. Con esos argumentos intenta desacreditarlos, desoír sus evaluaciones y estigmatizarlos. 

Presume de un puñado de intelectuales (esos sí, orgánicos) cercanos a su proyecto temerario y caprichoso, aunque la mayoría de ellos ya muertos (Carlos Monsiváis y Hugo Gutiérrez Vega). Entre los nuevos “intelectuales” están Damián Alcázar, los hermanos Bichir, los moneros El Fisgón, Hernández y Helguera, y un productor insufrible, Epigmenio Ibarra (“Está flaca la caballada, señor presidente”, titularía su artículo De Mauleón). Pero en realidad, el presidente no necesita eruditos: él es el único intelectual por antonomasia; sólo admite como tales a quienes lo alaben y aplaudan. 

AMLO no escucha ni a especialistas ni a intelectuales, solo está atento al canto de las sirenas; es incapaz de reconocer un solo error de su gobierno; nunca lo va a hacer ni corregirá el rumbo. Si escuchara más a los intelectuales tal vez cometería menos dislates. El enemigo de la inteligencia es el autoritarismo; la esencia del intelectual es la crítica, no la sumisión al poder. 

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