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¡Muera la inteligencia!

Cuenta la leyenda que en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, ante una turba de golpistas, Miguel de Unamuno, rector vitalicio de dicha institución, sentenció: “Este es el templo de la inteligencia y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaríais algo que os falta: razón y derecho en la lucha…”. 

Esta fue parte de la respuesta del filósofo y escritor a la diatriba lanzada por José Millán-Astray (El Manco), jefe de la Oficina de Prensa y Propaganda del franquismo: “¡Muera la intelectualidad!”, luego de que Unamuno reivindicara el necesario respeto a la pluralidad, al derecho a disentir y sobre todo a expresar públicamente dicho disenso. 

Lo que a continuación ocurrió es de sobra conocido. Una dictadura que duró 36 años. 

¡Muera la inteligencia!, fue la arenga de la barbarie que exacerbó el resentimiento social y cortó de tajo cualquier intento de debate, discusión o rectificación. 

Así aplastaron los franquistas a sus críticos y opositores. Así se hicieron del poder y lo conservaron. Así arrastraron a España a una de sus épocas más oscuras y dolorosas. Así llegaron los mediocres al poder. Vencieron, pero nunca convencieron. Ganaron, pero nunca tuvieron la razón. Aplastaron, pero no prevalecieron. 

Y cómo la historia, esa rueda que gira y gira, tiene siempre un humor peculiar. Hay que abrir muy bien los ojos a lo que pasa hoy en nuestro país. 

¡Muera la inteligencia!, grita con furor y de múltiples maneras el presidente desde Palacio Nacional todos los días. Muera el derecho a disentir de la opinión presidencial. Mueran la razón científica o la evidencia estadística o la reacia realidad que no son leales a los supremos deseos e intereses presidenciales. 

Si no obedecen a sus designios o no son resultado de sus instrucciones, al primer conservador del país no le interesan las minucias de lo que ocurre todos los días en el país. Su agenda recién desempolvada del clóset le dice que va tarde para desaparecer la división de poderes y el sistema democrático institucional de contrapesos. Su control del Congreso debe refrendarse y la sumisión de la Suprema Corte de Justicia de la Nación debe completarse cuanto antes. ¡Qué importan la Constitución y las leyes! 

Su reloj, que marcha hacia atrás, le urge para que acelere la desaparición, por la vía de los hechos, del federalismo e imponga su control sobre los gobiernos estatales y municipales mediante la coerción presupuestal, la persecución judicial o la suplantación de la voluntad soberana popular. 

Así que, si la libertad de prensa resulta incómoda, hay que atacarla y difamarla, que algo queda. Si la independencia de los órganos autónomos de Estado resulta inconveniente, hay que suprimirla. Si la corrupción e incompetencia de subordinados y aliados estalla en la cara, hay que ocultarla y distraer la atención con pirotecnia judicial. Si la pobreza se extiende y la violencia se generaliza, hay que exacerbar el ánimo nacionalista corriendo la especie de una conjura injerencista extranjera está en marcha. 

¡Muera la inteligencia!, grita todos los días desde Palacio Nacional el primer conservador del país. 

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