INICIO > OPINION
A-  | A  | A+

El poder electoral del narco

Desde que comenzó el proceso electoral en septiembre pasado han sido asesinados en México decenas de candidatos y miembros de diversos partidos. Otros han sido secuestrados, baleados o amenazados. Son muchos quienes han optado por retirarse de la contienda tras las presiones de los grupos de delincuentes. 

Se han registrado al menos 89 homicidios de militantes políticos. De ellos, 35 eran aspirantes a un puesto de elección popular. Solamente el viernes pasado asesinaron a un candidato en Chiapas, tres fueron agredidos a balazos en Puebla, el Estado de México y Quintana Roo. En Guerrero, una candidata renunció y en Jalisco, otro denunció amenazas de muerte. El sábado, la casa de uno más, en Morelos, fue baleada. 

De acuerdo con la consultora Etellekt, que elaboró un estudio sobre la violencia política en el país, los hechos han ocurrido en 31 de las 32 entidades federativas. En lo referente a los homicidios, 90 por ciento de las víctimas en el caso de los municipios y 75 en el de las contiendas estatales eran opositores al partido que gobierna esas demarcaciones. 

Entre los atentados que más repercusiones públicas han tenido está el asesinato de Alma Rosa Barragán, candidata de Movimiento Ciudadano a la alcaldía de Moroleón, Guanajuato. El homicidio ocurrió durante un mitin. Una menor de edad resultó herida. Abel Murrieta Gutiérrez, aspirante por ese mismo partido a la presidencia municipal de Cajeme, Sonora, fue acribillado cuando hablaba con sus seguidores en la calle, a plena luz del día. 

La propia titular de la Secretaría de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, reconoció que el “mayor riesgo de gobernabilidad y al proceso electoral que hemos detectado desde el gobierno mexicano es, lamentablemente, la actividad de grupos del crimen organizado”. 

Las agresiones a los políticos no solamente afectan a las víctimas, a sus familias o a sus partidos. Son un atentado a la democracia porque impiden el derecho de elegir libremente. El caso de Jilotlán de los Dolores, Jalisco, es emblemático. Todos los candidatos, salvo uno, renunciaron por amenazas del crimen organizado. Los electores sólo tienen una opción para votar. 

El poder del narcotráfico crece y se fortalece. En algunas zonas controlan territorios y poco a poco acceden a espacios de control gubernamental. Si antes corrompían o amenazaban a policías, hoy llegan a decidir qué candidatos pueden contender. Diversifican sus negocios y comienzan a generar estados paralelos al Estado mexicano, sobre todo en municipios rurales. 

Es difícil precisar el tamaño del problema. Conocemos los casos de los candidatos que han sido agredidos y a los que han hecho públicas sus amenazas. Pero es imposible saber cuántos de los que continúan se han plegado, por miedo o interés, al gran elector que es el narco. 

Es cierto que no todos los atentados pueden ser atribuidos a los traficantes de drogas. Las disputas políticas también generan crímenes y algunos políticos han sido víctimas de la delincuencia común. 

Lo cierto es que mientras discutimos airadamente en torno a asuntos de menor impacto real en la democracia, los criminales la socavan con una gran impunidad. Imponen a algunas personas que próximamente ocuparán cargos públicos y tomarán decisiones a su servicio. 

En su visión miope, polarizada y patrimonialista del poder, los políticos han sido incapaces de unirse siquiera para expresar su condena a la violencia electoral. Las autoridades siguen siendo incapaces de garantizar la seguridad pública y la paz, mientras que los ciudadanos normalizamos estos hechos y nos peleamos por asuntos de mucho menor repercusión en el futuro del país. 

[email protected]

jl/I