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A finales de junio

Un mango recién cortado, con su limón, chile y sal, y una ciudad recién llovida, húmeda, nublada y ligeramente brumosa. Así es como recordaré ese día. 

Desde un día antes ya tenía mi conjunto listo. Una blusa de manga corta, azul. Unos pantalones de mezclilla y unos botines cafés, porque a finales de junio, Guadalajara siempre presagia lluvia. 

Me costó trabajo dormir, no lo niego. De por sí las desveladas son un asunto diario en mi vida. No dejaba de pensar en la particularidad de que esta sería la primera vez, desde iniciada la pandemia, hace ya año y tres meses, en el caso de México, que estaría de nuevo en un espacio con muchas personas, tal vez con la misma emoción que yo. 

El día de la cita aparté mis papeles y preparé mi paraguas. Empecé a sentir desazón, de esa que antecede a los ataques de ansiedad que sufro desde la muerte de mi hija. Pero tengo un amigo, indicado por mi médico, que se llama clonazepam, que con solo un par de gotitas ayuda a controlar mi mente y apaciguar mi corazón. 

La cita era a las 11 de la mañana, así que programamos todo para salir de casa a las 10. Poco antes de esa hora y ya con el Uber en camino, comenzó a lloviznar, aunque el ruido se magnificaba cuando las gotas caían en el domo del patio de la casa. “Que no se nos vaya a olvidar el paraguas”, me repetí (Guadalajara, a finales de junio, siempre presagia lluvia). 

Ya arriba del auto, apenas pasadas las 10, unas gotas más gordas y continuas se adueñaron del día. “Qué mala suerte”, dije. Pero poco antes de llegar al punto de encuentro, la lluvia menguó y se convirtió en esporádicas chispas. 

Y allí estaba el Auditorio Benito Juárez. Ese espacio tan tapatío al que no le hacía una visita desde la preparatoria, cuando algunos de mis amigos y yo fuimos a las Fiestas de Octubre, hace más de 20 años, que, como dice el tango, no es nada. 

Allí estaba yo, con mis 39 años, formada con los de 40 y más para recibir la primera dosis de la vacuna contra el Covid. Es la ventaja de leer las letras (no tan) pequeñas, que en el registro especificaban que, si este año ya cumplías las cuatro décadas, podías vacunarte. 

En una fila que avanzaba a pasos agigantados, llegamos al domo del auditorio. Hace tanto tiempo que no estaba con tanta gente en el mismo espacio y a la misma hora. De fondo, una música electrónica de la viejita, dosmilera, alcanzaba a opacar el sonido de otra oleada de agua caída del cielo (porque, ya saben, a finales de junio Guadalajara siempre presagia lluvia). 

Las indicaciones generales se repetían una y otra vez a la distancia, mediante un altavoz. Una agradable voz femenina detallaba el proceso. “Sus documentos… la vacuna… el tiempo de observación… mantenerse hidratado y bien alimentado…”. 

Mientras estaba allí sentada, tras haber sido vacunada, pensaba en los cientos de miles de personas que han perdido la vida en este camino de 15 meses. En quienes sobrevivieron, pero tuvieron secuelas graves. Pensaba en lo afortunados que fuimos en mi familia, con sólo un par de casos, ninguno de ellos con consecuencias fatales. Pensé en las personas que no hemos visto, que no hemos podido abrazar. Pensé en mi pareja, que no ha viajado a ver a sus papás ni a su hija en año y medio. Y aunque aún queda un buen tramo para recibir una segunda dosis y después esperar a que el cuerpo haga su chamba con los anticuerpos, me emociona saber que algo ya hemos avanzado. 

Salimos del domo del auditorio a las 11 en punto. Afuera ya se veía el sol y la humedad y la bruma se levantaban de las calles. Un carrito de fruta mostraba sus botes llenos de mango y tunas (¡ya hay tunas!). Nos detuvimos por uno. Este mango me gusta, ya se ve al punto. Con sal, limón y chile, del preparado, claro. Gracias. Buen día. 

Y el paraguas se fue a mi bolsa. Pero allí se va a quedar, porque hoy que escribo es el Día de San Juan Bautista. Y en Guadalajara, los días finales de junio presagian lluvia. 

Siempre. 

Twitter: @perlavelasco

jl/I