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Zacatecas

Tacos envenenados. Nadie, nunca, en ocho años que viví en Zacatecas me supo decir con detalles suficientes para convencerme por qué se les llama así a esos tacos dorados que, con mucha gallardía, se anuncian en no pocos lugares de esa ciudad. Unos decían que porque eran grasosos y con mucho chile, así que podías enfermar con facilidad; otros, que porque era imposible saber de qué estaban hechos… 

Cuando pienso en ese pequeño detalle, sonrío. Y al mismo tiempo pienso en que probar este platillo una vez fue suficiente para decidir que no me gustaba. 

El 8 de septiembre de 1546 fue fundada esa ciudad, con sus 2 mil 440 metros sobre el nivel del mar y a las faldas del cerro de La Bufa, rica en metales. Tan buena es esta tierra que 475 años después sigue dando frutos. 

Semidesierto. Yo misma fui embaucada con esa palabra. Uno, ignorante de tanto como se es, cree que el semidesierto es caluroso y pegajoso. Este no. Este semidesierto es frío. Frío y ventoso. Con ese frío que cala en los huesos, que engaña a los sentidos y te hace pensar que la ropa está mojada, cuando sólo está helada. Con rachas de viento poco piadosas que no dejan en paz los cabellos, las faldas ni la tierra roja que se levanta en polvareda, corriendo presurosa. Nadie me dijo que hacía tanto frío. Pero tampoco nadie me dijo que el cielo es tan azul como no han visto otro mis ojos y que las nubes, como algodones, atraviesan los cerros que circundan ese hoyo al que llaman el Centro Histórico. Tan bajitas y esponjosas que podrías tocarlas, si es que tocarlas fuera posible. 

Cuando alguien te dice por primera vez eso de que en Zacatecas sólo hay dos estaciones no lo entiendes. Luego, se completa el chiste: la del tren… y el invierno. Antes, supongo, siempre era tan frío, como un invierno perpetuo. Y antes, supongo, sólo el tren llegaba y se iba de esa ciudad que se levanta elegante y bizarra, vestida de plata. 

Cantera. También de eso se viste Zacatecas. Su Catedral barroca que escolta la famosa avenida Hidalgo, esa que, aseguran, es la más larga de la ciudad, porque terminar de recorrerla dependerá de a cuánta gente te encuentres allí y te detengas a saludar. Y me constó después de un par de años de vivir allí. 

Cada que llega el cumpleaños de esa ciudad no puedo más que estar agradecida. De esa gratitud que te hincha el pecho y te hace que los ojos se te llenen de agua. 

Cada 8 de septiembre, como este miércoles que recién pasó, hago un recuento de todos los bienes que trajo a mi vida: me entregó personas fabulosas, una familia, lecciones invaluables, perspectivas panorámicas, abrazos eternos, crecimiento profesional, el refuerzo a una vocación de la que todavía no desisto, gatos, tardes interminables de café, angostas calles, decenas de fotografías y largas caminatas con el viento frío cortando la piel de mi cara y mis manos, como pequeñas navajas salidas del refrigerador. 

Amo Zacatecas como se ama a esos lugares adonde quisieras regresar a envejecer. Aunque me duelan los huesos por el frío. La amo porque, a pesar de la distancia y de que hace años que no he vuelto y, cuando lo hago, es apenas una visita fugaz, ella y yo tenemos saldo a favor. 

Cuando le dije a mi abuela que me iría a vivir a Zacatecas porque allí había encontrado trabajo casi no lo creía. Ella se había ido y había migrado a Guadalajara. Ahora yo me iba de vuelta, allá, donde el itacate minero es una sencilla, pero reconfortante delicia, donde los callejones te llevan a lugares insospechados, donde el mezcal merece un lugar de honor y donde hay gente maravillosa, lista para quererte. 

No me enamoré de Zacatecas por sus tacos envenenados. 

Definitivamente. 

Twitter: @perlavelasco

jl/I