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Celebrar la paz

El Grito de Independencia es una falacia que no tiene caso celebrar. Cuando el cura Miguel Hidalgo llamó a tomar las armas, la intención del grupo político del que formaba parte era que los criollos de la Nueva España tomaran el poder que, hasta entonces, concentraba la España peninsular.

Eso de proclamar la abolición de la esclavitud ya vino después como algo necesario para jalar más gente a la bola de insurrectos. La guerra de Independencia se parece más a la historia de Los pasos de López, narrada por Jorge Ibargüengoitia como una caótica sucesión de peripecias sin rumbo, que la historia de un idealista padre de la patria.

Patria es un concepto excluyente que parte de una vaga noción, de un sentimentalismo bobo por la tierra en que uno nació, en la que nacieron sus progenitores o en la que asentó su hogar. Como si hubiera un solo México y no muchos, fragmentados. Es excluyente porque aquellos que no comparten esa patria son extranjeros y supuestamente aglutina a un montón de pueblos desde la Baja California hasta la península de Yucatán. En aquel momento de la guerra de Independencia incluía también un vasto territorio al norte del río Grande, que tampoco tenía mucho que ver con el centro.

Guerras subsiguientes y esclavismo tolerado en forma de haciendas dieron más elementos comunes a pueblos tan distintos e incluso antagónicos, que los existentes en ese momento.

La mayoría de “los héroes que nos dieron patria y libertad” ni fueron héroes ni nos dieron patria ni libertad.

Celebramos la guerra y cantamos himnos bélicos, como si las armas alguna vez nos hubieran dejado algo benéfico. No es así. Las guerras han sido siempre ocasión para rotar fichas en el juego de poder, momentos aprovechados por oportunistas para escalar posiciones. Las grandes conquistas sociales han sido, más bien, producto de acuerdos construidos con gran esfuerzo por gente que busca la paz.

No tiene caso comer pozole y tamales, beber tequila y ponerse un sombrerote para celebrar las guerras del pasado. No tiene sentido pelearse por una cabeza olmeca, por la estatua de un navegante o por unos edificios de piedra. Lo que importa son las personas.

En nuestra sociedad tendría más sentido conmemorar los momentos trascendentales que siguen teniendo importancia y que siguen siendo vigentes, esos que no hemos podido resolver.

El 26 de septiembre de 2014, la noche de Ayotzinapa, es una fecha que debería importarnos de veras, porque no se ha logrado la justicia por un crimen de Estado que es signo de podredumbre de las instituciones. Pero no como un pretexto para agarrar la jarra y gritar ¡que viva un absurdo cuento de un nacionalismo que no se sostiene! Sería una conmemoración solemne en todo el país, empezando por el presidente para pedir perdón a las familias de los 43 y a todo México en general hasta que garantice la justicia legal y la justicia histórica para las víctimas, hasta que se resuelva la violencia que desgarra cada rincón desde Tijuana hasta Tapachula, algo que de verdad nos une en el terror y en la esperanza de sanar.

Cada gobierno de las entidades federadas tendría que pedir perdón en esa fecha por todos los conflictos locales, como la crisis por saturación de cadáveres de personas sin identificar en Jalisco.

Y esas jornadas de perdón tendrían que ir acompañadas de acciones de paz, en vez de derrochar dinero en espectáculos de luces, pirotecnia y desfiles ridículos con discursos vacíos. Involucrar de veras a cada comunidad, no en un grito de orgullo por luchas armadas y caudillos, sino un canto de esperanza para construir un futuro digno para todos los mexicanos, para cada pueblo en su rica diversidad.

Twitter: @levario_j

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