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Evocaciones

A raíz de la muerte de mi hija cuando ella estaba por nacer me hice consciente de todas aquellas historias de pérdida de mujeres a mi alrededor en las que jamás había reparado o al menos no en la magnitud en la que, después de atravesar por esta experiencia, ahora puedo dimensionar. 

Recuerdo a una chica de mi entonces trabajo que tuvo un aborto espontáneo y, cuando se incorporó, se veía con una soledad como jamás había conocido. No hablaba con nadie, llegaba y se iba a sus horas justas, algunas veces ni siquiera escuchaba su nombre. 

Recuerdo a la chica que trabajaba en mi casa, hace unos ocho o nueve años, que un día me llamó y me dijo “mi bebé se me vino” y que no podría ir por algún tiempo; después de varias semanas, cuando estuvo de regreso, me contó que los doctores le dijeron que posiblemente la pérdida había sido porque su pareja bebía y fumaba muchísimo. 

Recuerdo a otra chica que dejó de ir por unos pocos días a su oficina por la pérdida de su bebé. Y fueron pocos porque la consideración de los entonces médicos era que siete días eran suficientes para recuperarse física y emocionalmente, y volver de su incapacidad. 

En todas ellas y en mí sólo recuerdo una mirada perdida, tan vuelta al vacío, tan ajena a lo terrenal y tan completamente indiferente a aquello que no fuera ese dolor que parece no tener fin. 

Recuerdo leer y escuchar a mujeres que no pudieron estrenar la cuna que habían comprado para su hijo, que no se les permitió despedirse del cuerpecito inerte de su hija porque el personal de salud no lo consideró necesario ni prudente. 

Las recuerdo cuando contaron que amigos o familiares les soltaban un tranquilo y nada malicioso “no te preocupes, todavía pueden tener más hijos” o “Dios sabe de sus planes” o “seguro cuando tengas otro bebé se te olvida”, frases que pretenden transmitir empatía y cariño, pero que en la condición emocional que atraviesas no son palabras que en absoluto reconforten. 

Recuerdo sus pláticas de cómo amigas se alejaron; no pudieron entender su tristeza, no concebían su desastre emocional permanente, no compartían ya esas experiencias de vida que trastocan en lo profundo, no querían esos nubarrones de negatividad cerca de sus propias existencias. 

Recuerdo a papás que no supieron cómo actuar ante la muerte de su hijo porque les han enseñado por generaciones que los hombres no expresan sus sentimientos, que deben ser una roca inquebrantable, aunque sientan que por dentro se desmoronan. A parejas que tras la tragedia de la pérdida decidieron separarse, porque ya eran otros muy diferentes, pero al mismo tiempo, estancados en sí mismos. 

Me recuerdo a mí misma, a mi pareja, a mi familia. Me recuerdo a veces como un sueño lejano que flota en el tiempo, mientras que otras me recuerdo vívida y reciente. 

Recuerdo el dolor combinado de una cesárea a las 38.5 semanas de gestación y una tos persistente que no se comparó en nada al dolor de llegar a casa de mi mamá con los brazos vacíos. 

Recuerdo la somnolencia durante la anestesia, durante la que me imaginaba un viaje en tren por la Sierra Tarahumara mientras caía una intensa nevada; recuerdo los tatuajes que el papá de mi hija y yo nos hicimos para rememorar su paso fugaz por este mundo terrenal, sus cenizas blancas como la arena de alguna playa paradisiaca y su cabello negro, abundante y ensortijado. 

Recuerdo también la rabia por la injusticia de la que me sentía víctima; el desprecio por aquellos que menospreciaron y hasta se regodearon en mi pena; la frustración de haber perdido una vida que ya me imaginaba para siempre. 

Por todas estas mamás, papás, hermanitos, familias enteras; por aquellos pedacitos de nosotros mismos que perdimos en el camino es que debemos seguir adelante, aunque el resto del mundo lo recuerde sólo en octubre, al conmemorar el Día de Concientización sobre la Muerte Gestacional, Perinatal y Neonatal. 

Yo les recuerdo. 

Les nombro. 

Les honro. 

Twitter: @perlavelasco

jl/I