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100 metros 

No pasan de las siete de la tarde de un día entre semana cualquiera. Concurrido, eso sí. Ya estamos en ese horario en el que a las seis comienza a oscurecer, pero la vida, los comercios, la gente debe seguir su marcha cotidiana. 

Dos tipos ingresan sin mayor problema al negocio. Hay varias personas dentro; una de ellas es un menor. Dicen que están armados y que quieren que les entreguen todo lo que tengan, tanto a los clientes como a quienes se encargan del local. 

A dos personas les piden que se echen al piso y que no volteen, con riesgo de tronarlas. Los asaltantes nunca enseñan esa arma que dicen traer, pero estos no son tiempos de averiguar si mienten o si debajo de la sudadera traen esa pistola que, juran, van a usar si alguien hace algo fuera de lo que ellos ordenan. Adiós celulares, adiós carteras, adiós tranquilidad; hola al enojo y a la impotencia; a la molestia por no haber sido precavidos. ¿Pero cómo serlo, si es un local comercial y la gente entra y sale, porque de esto se trata? 

Nadie opuso resistencia. 

Celulares de las víctimas se prenden por un momento y mandan alertas de ubicación. Dos de ellas van a buscarlos. Uno lo encuentra en un par de colonias aledañas. Me lo vendieron, dice quien lo tiene. El propietario del teléfono lo recompra al mismo precio que, presuntamente, pagaron por él, menos de mil pesos. Le importa su información, sus fotos, todo aquello irrecuperable que con toda confianza y tranquilidad vaciamos en esos dispositivos que se han convertido en una extensión de nuestras vidas. 

El otro celular desaparece del mapa minutos después. Estaba aún más lejos. Por curiosidad, acuden al último punto marcado, una vecindad profunda y oscura ubicada al oriente de Guadalajara. Lo dan por perdido. No hay forma ni condiciones para intentar siquiera acercarse a la zona. No vale la pena volverse a exponer. 

Días después del incidente llego al local. Está cerrado el cancel. Salen a abrirme. Pensé que no había nadie, les digo. Así comienza el relato del asalto a presunta mano armada. Pregunto, en esa charla informal a la postre, si llamaron a la Policía. No, ¿para qué? Sólo vamos a perder tiempo, no se va a recuperar nada y tampoco se va a resolver, me contesta un dependiente. Una parte de mí lo entiende, porque es real. La impunidad en este país es real, todos los días se sufre lo mismo cuando te roban lo mismo unas autopartes que cuando llegan, como en este caso, a asaltar tu negocio y un par de hombres que saben que pueden aprovechar esa venia, ese permiso no oficial y mucho menos legal, ponen en vilo a quienes están en esos momentos en el lugar. 

Diez días antes, en otro negocio cercano, en la madrugada, entraron a robar. No se llevaron nada, eso sí, tras esculcar hasta el fondo anaqueles y estantes que están a la intemperie. Todo estaba usado, parecía que en esas condiciones nada valía la pena. El gerente me dice que no van a denunciar. Si cuando se llevaron unas computadoras no pasó nada, menos cuando les contemos que en esta ocasión los cacos se fueron con las manos vacías, recalca. 

Cinco días antes, en esta misma zona, una chica caminaba por la calle, en plena y soleada tarde. Un tipo en una motocicleta la asaltó y se llevó su celular. Ella gritó y salieron algunos vecinos. Uno de ellos le ofreció darle alcance en su carro. Se subieron y salieron tras el motoladrón, cuyo casco cerrado por completo haría imposible identificarlo en otras circunstancias. No hubo éxito. Ella perdió su herramienta de trabajo; está enojada y adolorida. Triste. 

En menos de tres semanas se cuentan estas historias. Entre los afectados no hay ni 100 metros de distancia. Todo en una avenida transitada, iluminada, concurrida y citadina. 

Así vivimos. 

Resignados. 

Twitter: @perlavelasco

jl/I