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Sólo un juguete

Una casa de muñecas rosa, enorme, de esas que se nota que son especiales, que la recibiría en una fecha realmente importante, como Navidad o Reyes, o como regalo de un cumpleaños. Tal vez traída por algún pariente cercano de Estados Unidos, de los que vienen a visitar a su familia para las vacaciones de diciembre o para las fiestas del Hijo Ausente, y llegan cargados con un montón de obsequios para todos, sobre todo para aquellos más pequeños. 

La casa rosa viaja en la caja de una pick-up azul de modelo atrasado. La acompañan un triciclo de trabajo, de esos amarillos que todos hemos visto en nuestro elotero de preferencia, y un refrigerador blanco. Pero llama la atención la casa de muñecas que, junto con sus dueños, se está mudando a quién sabe dónde, después de que el lugar en el que vivía fuera tomado por el crimen organizado, y la niña y su familia debieran dejar sus hogares hace más de un año, con premura. Apenas hasta ahora, hace unos días, pudieron volver a su comunidad junto con otros desplazados en medio de un impresionante operativo de seguridad, con policías, guardias nacionales y soldados, para recoger algunas de sus pertenencias y abandonar, tal vez para siempre, el que fue su nido. 

Cuando era niña, al igual que muchos cuarentones que conozco, el mayor temor al que nos enfrentamos era a estar en un incendio o un temblor (los simulacros que hacíamos lo confirman). Nuestro acercamiento con la violencia o la inseguridad era tal vez el robo a un vecino, sabíamos de pandillas en algunas zonas de la ciudad, alguna arrebatada de cartera o de bolsa y, lo de siempre, la recomendación de nunca irse o hablar con extraños. 

Conforme el tiempo ha pasado, los niños y adolescentes sufren una violencia tan encarnizada como perpetua. A la adolescente más cercana que conozco, que justo hace un mes cumplió 18 años, en su corta vida intentaron subirla a una camioneta tras perseguirla durante varias cuadras; logró evadir el riesgo gracias a su rápida reacción y a que halló refugio en un local donde la auxiliaron. El año pasado mataron, en un ataque a un comercio, a uno de sus amigos de la prepa y a otros dos chicos, todos menores de edad. Sus abuelos comienzan a tener problemas para surtir su negocio porque los proveedores prefieren cerrar a seguir pagando el derecho de piso que les piden para dejarlos seguir operando… 

Dos de mis sobrinos presenciaron cómo al llegar todos a su casa sujetos armados amenazaron a su papá cuando se bajó a abrir la cochera, con el fin de robarle la camioneta. Su esposa bajó a mis sobrinos del auto y los tipos se llevaron el vehículo que, pese a la denuncia y sus ratificaciones, además de la difusión en redes, jamás recuperaron. Hace unos cuatro años de eso. 

Esa casa de muñecas rosa –capturada por el fotoperiodista Ernesto Moreno en su cobertura del operativo en la comunidad Palmas Altas, en Jerez, Zacatecas– pareciera representar la ruptura de la infancia en un país azotado por la inseguridad, el miedo, la violencia. Un reflejo de los cientos de menores que, junto con sus padres, abuelos, hermanas y hasta mascotas, deben dejar el lugar en el que crecieron porque, de no hacerlo, sus vidas corren peligro, pero sin la certeza de que en aquel lugar adonde van estén fuera de riesgo. 

Mudarse con una casa de muñecas en medio de la desolación que deja el crimen a su paso pareciera ser un grito metafórico que expresa la resignación de cuando ya no hay vuelta. Te llevas para siempre aquello que, aunque en otro contexto podría ser superfluo, aquí es de valía. Un pedazo rosa de plástico de una infancia que queda atrás y que, desde hace años, no es ni siquiera comparable entre los niños que lo son ahora y quienes lo fuimos hace 30 años. 

Una vida en la caja de una camioneta. 

Toda. 

Twitter: @perlavelasco

jl/I