INICIO > OPINION
A-  | A  | A+

Ayotzinapa

Eran los días finales de enero de 2015. Apenas cuatro meses antes, 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, en Guerrero, habían sido desaparecidos. 

En esos cuatro meses, el gobierno encabezado por el presidente Enrique Peña Nieto se encargó de investigar, de recorrer, de escarbar por todos los rincones para poder dar una respuesta a este caso. Y la dieron. 

La llamaron, con todo el cinismo del mundo, “verdad histórica”. Como si la historia se hiciera con sólo declararla. Ese 28 de enero de 2015, el entonces procurador de Justicia de la República, Jesús Murillo Karam, encabezó una conferencia de prensa que atrajo las miradas incluso internacionales. 

Allí dijo que esa verdad consistía en que los 43 normalistas “fueron privados de la vida, incinerados y sus cenizas arrojadas al río San Juan”, en Cocula. 

Esa verdad, reiteró, estaba basada “en las pruebas aportadas por la ciencia” y que en su momento permitió ejercer acción penal en contra de casi un centenar de presuntos involucrados. 

Padres, maestros, activistas e incluso algunos estudiantes que habían logrado escapar antes de la desaparición forzada señalaron, una tras otra, las mentiras e inconsistencias que las autoridades daban como conclusión oficial. 

Como pudieron, recorrieron el país, llamaron a los ojos del mundo a conocer de este caso, arrojaron peticiones, casi súplicas, a aquellos que pudieran y quisieran ayudarlos, muchas de ellas siendo como botellas lanzadas al inmenso mar de la indiferencia institucional. 

Fue ese mismo año, 2015, cuando el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) dio un primer informe en el que señalaba inconsistencias en la “verdad histórica” y daba cuenta de la resistencia del gobierno mexicano a colaborar. 

Cuando se cumplieron cuatro años de la desaparición, en 2018, el entonces presidente electo Andrés Manuel López Obrador hizo tres compromisos con los familiares de los jóvenes: la creación de una Comisión de la Verdad, un decreto –que publicaría como presidente– en el que se establecería que el Poder Ejecutivo no iba a obstaculizar la investigación y garantizaría la colaboración de las instancias de gobierno, y que se les abrirán las puertas a los organismos internacionales de derechos humanos para dar seguimiento a la investigación. 

Hace unos días, el GIEI dio a conocer un tercer informe sobre Ayotzinapa en el que destaca la manipulación de las Fuerzas Armadas del lugar donde presuntamente habrían incinerado a los estudiantes, la infiltración y vigilancia ilegal de la Normal, y el conocimiento del gobierno mexicano de que desde Iguala se mandaba droga a Estados Unidos en camiones. 

A raíz de este nuevo documento, las familias de los jóvenes reprochan la actuación de la Marina y el Ejército, y el incumplimiento al decreto presidencial de dar a conocer toda la información del caso. 

Ahora, dice el presidente López Obrador, la investigación sobre las responsabilidades de quienes estuvieron (o están) involucrados llegará hasta donde la Fiscalía General de la República lo lleve. 

Algunos padres y madres de los normalistas ya fallecieron en estos siete años y medio. No alcanzaron a saber lo que desde sus luchas denunciaron. Y si de alguien es el mérito de no dejar ni un espacio libre para reclamar la verdad es solo de ellos. 

Las familias de los 43 de Ayotzinapa, así como de las casi 100 mil personas desaparecidas que tiene este país, merecen todo el apoyo del Estado, toda su escucha, todo su trabajo. 

Pero mientras haya gobernantes que desdeñen su llamado, que les aseguren reuniones a las que no asisten y mandan a otros en su representación, que incumplan su palabra de facilitar los procesos y las búsquedas en las que padres, madres, hijas, hermanos participan activamente, México seguirá cosechado cuerpos de miles de fosas. 

Si alguien está desenterrando la verdad en este país son ellos, aunque deban buscar hasta debajo de las piedras. 

Literalmente. 

Twitter: @perlavelasco

jl/I