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Cunas vacías

Una parte de enfrentarse al dolor físico, emocional, mental y hasta espiritual (en caso de ser una persona espiritual) de la muerte de un hijo en torno al embarazo es que no existen protocolos generalizados y, me atrevo a decir, adecuados para atender y contener a la mamá, al papá y a la familia completa que están sufriendo esa pérdida. 

Cuando pasamos por una experiencia así, de muerte perinatal (previa, durante y después del parto), vamos confiando en la suerte, en que el personal médico y de enfermería se porte bien con nosotros, que nos toque alguien compasivo y comprensivo… todo en medio de una maraña de emociones que ni siquiera podemos procesar, porque estamos tan abrumadas que creemos que ellos, los profesionales que nos atienden, están haciendo lo que deben y eso, seguro, es lo correcto. Pero no es cierto. 

Después de que todo pasa y comienzas a compartir esta experiencia con otras mujeres incluso de la misma ciudad y atendidas por el mismo sistema de salud te das cuenta de que mucho de lo que se hace sobre las muertes perinatales es a criterio de quien te atiende, y muchas de ellas tienen experiencias terribles que, por decir lo menos, las dejaron adoloridas, con culpa, con miedo. 

Al conocer sus historias me doy cuenta de que a mí no me fue tan mal, pero sé que hay hechos que no debieron ser así. Cuando fui a la que sería mi última cita con mi médico familiar del IMSS (ya debería ir con Nikté en brazos) y notifiqué de su muerte (porque yo llevaba, paralelo, mi proceso con médico privado y fue en hospital privado donde me atendieron), el médico hizo las anotaciones correspondientes, me dijo que lo lamentaba mucho y me preguntó si podía darme un abrazo. Pero jamás fui remitida a psicología o psiquiatría, no digamos al menos a trabajo social. Nada. Todo terminó en el consultorio y a su casa… yo pude atender mi salud física y mental por mi parte, porque tenía los recursos, pero pienso en todas aquellas mujeres que son enviadas, como yo, al mundo que cambió, pero que sigue igual, sin ninguna herramienta para seguir, más que el “échale ganas” o el “es cuestión de voluntad”. 

En el hospital solo a mis familiares directos les permitieron ver a mi niña. Mis primas, tan cercanas y pendientes, tuvieron que decir que eran mis hermanas para poder conocerla (y de lejitos, tras un cristal). ¿Por qué cuando un bebé está vivo todas las visitas son permitidas, pero cuando ese bebito está muerto y precisamente los papás necesitan todo el amor y apoyo del mundo, sólo tres o cuatro personas pueden estar allí? 

Nadie me dijo que mi leche, sana y limpia y abundante, podía ser donada. No porque lo hubiera hecho, tal vez mi decisión no hubiera sido esa, pero el punto es que no nos dan toda la información, no nos dan a conocer todas las posibilidades que tenemos para decidir nosotras lo que queremos hacer con nuestros cuerpos. 

Los de la funeraria fueron pacientes y cuidadosos. En el hospital nunca compartí ningún espacio con mamás que recibían a sus hijos recién nacidos, cuando supe de experiencias horribles de mamás de brazos vacíos, con todo el dolor a cuestas, en la misma recámara con mamás y sus bebés vivos, o cuerpecitos entregados en bolsas de plástico o ni siquiera entregados; de médicos que no dejaban que mamá y papá, al menos, vieran a su bebé; de comentarios echando la culpa a la madre de la muerte de su hijo… y todo eso debe cambiar. No podemos, no pueden esas mujeres que pasan por esta experiencia seguir a expensas de la buena fortuna y del humor con el que amanezca el personal que la atiende. 

Y eso es lo que persigue lo que han llamado la ley de cunas vacías, que considera una serie de cambios a las leyes, principalmente la de Salud y del Trabajo, para garantizar la atención integral y multidisciplinaria tras experimentar la pérdida de sus hijas o hijos durante el embarazo, el parto o el puerperio. 

El camino legislativo para que ello sea una realidad prácticamente apenas comienza en este país, pero todo viaje inició con un paso. 

El primero. 

Twitter: @perlavelasco

jl/I