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Tejido

Los regalos que nos da la vida vienen en diferentes empaques.

Puede ser el trabajo de tus sueños, el bebé que siempre quisiste engendrar, el viaje por el que ahorraste tantos años, tus papás orgullosos de ti, las reuniones con tus amigos, tu comida favorita, tu hija en su obra de teatro escolar, un abrazo de tu abuelo preferido.

Y a veces el agobio por el que atravesamos hace que perdamos de vista estos placeres, estos momentos, estas compañías que nos hacen sentir en paz y tranquilos, aunque sea por breves momentos.

Así me he sentido en los últimos meses: a veces revuelta, en ocasiones desconcentrada, por momentos rebasada.

Lo que va de este año ha sido, si no desastroso por completo, sí algo desordenado. Y un poquito desastroso. Hubo días en que estuve abrumada. Otros, sin ganas siquiera de levantarme, con una depresión disfrazada de cansancio. Malcomidas, insomnios, ayunos prolongados, noches en vela y tardes acaparadas por el sueño.

El eje principal es un asunto de salud por el que atravesó mi madre y que, gracias a profesionales de alta valía y a personas que nos apoyaron a cada paso que dimos, ha terminado oficialmente este miércoles (al menos, claro, este asunto en particular). Y en esta travesía se fueron enredando otro tipo de malestares, de dolores personales o colectivos, físicos y emocionales, que me hicieron el camino más complicado.

Pero, como siempre ocurre, aunque en esos instantes no nos demos cuenta, alrededor hay personas y hechos que nos alivian la carga, nos acompañan a cada paso y nos hacen sentir queridos.

Al camillero que dejó una cobija extra para mí cuando tuve que dormir en el frío piso del hospital, a la enfermera que calmó más de una ocasión a mi madre preocupada y llorosa, al familiar del paciente de al lado que me regaló un chocolate metido de contrabando, porque pasar las madrugadas en duermevela es labor dedicada. A tanta gente apenas conocida que dejó un poquito de sí para acompañarnos.

Pero también, claro, a mi familia, que ayudó a esta hija única a transitar estos meses. Sin cobrar favores, sin condicionar apoyo, sin mirar ganancia. Todo por el amor y el cariño profundo que le tienen a mi mamá, ganados a pulso con un carácter gentil y listo acudir adonde se le necesite (ojalá esa hubiera sido su herencia para mí).

Mis amigas y amigos. Siempre pendientes, dispuestos a escuchar mis frustraciones y enojos, a soportar los chistes malos que hago cuando estoy nerviosa. Sus abrazos, sus palabras de ánimo, su comida, sus detalles con notas pletóricas de cariño. Las carcajadas arrancadas durante momentos complicados, su interés en saber sobre mi estado emocional.

Mis jefes y colegas, tan comprensivos y flexibles. Tan considerados con mi circunstancia más allá de lo laboral, lo que me permitió pasar estos meses de forma más sencilla para poderme concentrar en lo que en estos momentos importaba más.

A mi compañero de vida, que siempre estuvo pendiente y listo para acudir en mi auxilio y el de mi familia cuando se requirió, que fue comprensivo cuando le dije que pasaría semanas enteras en casa de mi madre y no cuestionó jamás ninguna de las decisiones que tomé en torno a ello; que, sin importar la hora o el día, me acompañaba adonde debiera ir para hacer mandados, para ver pendientes, para cumplir con obligaciones institucionales llenas de trámites. Por los momentos de carcajadas y caprichos cumplidos.

Son las redes que tendemos con los otros las que nos salvan, nos acompañan, nos impulsan y nos permiten seguir. Y nos regalan momentos de felicidad.

Este tejido y cada uno de sus nudos me han sostenido en más de una ocasión: en la muerte de mi hija, durante el deceso de mi abuela, en la enfermedad de mi madre y en muchas y tantas otras que son menos fatídicas y más cotidianas.

Muchas gracias por no romperse, gracias por resistir a mi lado, gracias por permitirme descansar en sus palabras.

Por hacerme feliz.

Twitter: @perlavelasco

jl/I