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Los muros del presidente López Obrador

Fátima Varinia tenía 12 años cuando tres muchachos que eran sus vecinos en el Estado de México la cazaron. Ella volvía de la secundaria y la torturaron, la violaron, la apuñalaron y le cercenaron una parte de la entrepierna. Lucía tenía 35 años cuando fue encontrada asesinada en un cuarto de azotea de la colonia Condesa, atada de pies y manos, con cinta en la cabeza. Angélica Luna y Alma tenían 16 y 13 años al ser asesinadas y sus cuerpos abandonados en predios en Ciudad Juárez. Ingrid Escamilla tenía 25 años cuando su pareja, Erick Francisco, la asesinó en su casa. Lesvy Berlín Rivera fue estrangulada por su novio en el campus de la UNAM y lo quiso hacer pasar como suicidio. 

México va sumando homicidios de mujeres que en la mayoría de los casos no llegan a tipificarse como feminicidios, y mucho menos terminan en detenidos y condenas. 

En el país se han abierto 15 mil 122 carpetas de investigación por homicidio doloso, desde enero de 2015 hasta enero de 2021, según los datos del Secretariado Ejecutivo de Seguridad Nacional. 

Además de estos crímenes violentos se han abierto en el mismo periodo 4 mil 600 carpetas para investigar el caso de mujeres víctimas de feminicidio: 63 feminicidios cada mes. 

Juntando estas dos estadísticas de crímenes violentos, casi 20 mil, es que se llega al promedio de 10 mujeres asesinadas cada día; menos de 10 por ciento de los casos termina en una condena. 

Otras miles de mujeres han sobrevivido sin que puedan tener paz. 

Cada hora, en promedio, los centros de atención de llamadas de emergencia en las entidades federativas reciben 19 llamadas de auxilio por presuntos delitos de violación simple o equiparada que se han realizado desde 2016. 

Y en promedio, 14 mil llamadas cada día de personas pidiendo auxilio a los centros de emergencia por casos de violencia familiar en todas las entidades federativas. 

La estadística de enero de 2015 a enero de 2021 es angustiosa: un millón 78 mil 672 llamadas en 73 meses. 

Por eso es absurdo, cínico y molesto que el presidente Andrés Manuel López Obrador llame “muro de la paz” a los cercos, vallas metálicas, puestas en los edificios principales de la Ciudad de México. 

López Obrador es el presidente de los muros, el presidente de un país donde no aparece por ningún lado una luz de esperanza al final del camino. 

El muro de las fronteras en el norte y sur desplegando agentes de la Guardia Nacional para detener inmigrantes, la mayoría centroamericanos, en lugar de enviarlos a las zonas más inseguras del país. 

El muro de la información porque su gobierno sigue reservando datos de interés público relacionados con muertes espantosas y personas desaparecidas en el país. 

El muro de la injusticia porque los pactos políticos con sus amigos valen más, como en el caso de Félix Salgado Macedonio, el candidato del Morena a la gubernatura de Guerrero, acusado de abuso sexual. 

El muro de los cristales, como cuando decenas de mujeres hace dos semanas en Tijuana intentaron hablar con él unos minutos con la esperanza que escuchara sus pedidos de ayuda en los casos de sus hijas asesinadas y sus hijos desaparecidos, pero él no bajó la ventanilla del automóvil y siguió su marcha. 

El muro más grande que ha levantado el presidente López Obrador durante su sexenio es el muro de la indiferencia: las vallas metálicas son solo el síntoma de un gobernante sordo que pasará a la historia como el presidente que no quería a las mujeres, aunque el 49 por ciento de ellas votaron por él. 

Por todas ellas, amigas, hermanas, compañeras, mamás, hijas, tías, sobrinas, abuelas, seguiremos martillando estas cifras y pintando sobre negro sus nombres. 

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jl/I