En muchas charlas con compañeros periodistas hemos reflexionado sobre qué podría ocurrir en México que sea un punto de quiebre contra la violencia. Cada que ocurre un hecho que sacude al país, parece que llegamos a ese punto, pero luego todo vuelve a la normalidad. Podríamos tener la esperanza de que el asesinato del presidente municipal de Uruapan, Michoacán, Carlos Manzo Rodríguez, sea ese acontecimiento, pero desafortunadamente sabemos que no será así.
En una visita que hizo a Jalisco uno de los ministros encargados del proceso de pacificación en Colombia, un periodista le hizo esa pregunta: ¿Cuál fue el punto de quiebre? Su respuesta fue que cuando comenzaron a matar a políticos de alto nivel. Si bien la violencia no terminó en Colombia, por lo menos entraron a un proceso de recuperación de territorios y desarme voluntario de algunos grupos.
En México, lejos de que un hecho relevante se convierta en ese punto de quiebre, lo que vemos es una escalada de la violencia. Los hechos delictivos, desde los más pequeños hasta los más graves, que son las desapariciones y asesinatos, son ya el tema de cualquier sobremesa, porque los vivimos de cerca, porque ocurren todos los días, porque aumenta el impacto social que tienen.
Podríamos cuestionarnos por no actuar como sociedad. Pero también tenemos derecho a temer, porque cuando el Estado de derecho falla, es quien tiene las armas quien manda. Así, preferimos tomar medidas de autocuidado y de cuidado para nuestros seres queridos, porque es lo único que nos queda.
En Jalisco, también han sido asesinados alcaldes, diputados y hasta un ex gobernador. Los hechos sacudieron a la sociedad, pero lo único que les siguió fue un aumento en la violencia.
Lo mismo ocurre con las desapariciones. Parecía que la desaparición de los tres estudiantes de cine en 2018, Salomón Aceves, Marco García y Daniel Díaz provocaría cambios radicales. Los hechos fueron significativos porque desmontaron el discurso de las autoridades de ausencias voluntarias o desapariciones solo de quienes estaban involucrados con el crimen organizado. Los jaliscienses se dieron cuenta que podía ocurrir a cualquiera.
Pero tampoco fue el punto de quiebre. Las desapariciones, por el contrario, aumentaron. Así como no lo fue la desaparición de los trabajadores del ‘call center’ en Zapopan, ni de los jóvenes de Lagos de Moreno, ni los terribles hallazgos del Rancho Izaguirre, en Teuchitlán.
Ante cada acontecimiento que enoja a la población, que hace salir a la calle o que al menos se vuelve tendencia en las redes sociales, tenemos una autoridad que promete que no habrá impunidad, que se encontrará a los culpables y que llegará la justicia. Nada de eso ocurre, porque si la violencia rige nuestras vidas, es precisamente gracias a la impunidad. Lo hacen porque pueden, es claro.
La indignación que ha causado el asesinato de Carlos Manzo debería provocar ese cambio que necesitamos, pero cuando vemos a actores políticos utilizándolo con fines partidistas o buscando la forma de evadir la responsabilidad en lo que sucedió, se desvanece nuevamente la esperanza.
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