En 1959 los ferrocarrileros, encabezados por líderes como Demetrio Vallejo y Valentín Campa, organizaron una huelga nacional para exigir mejores condiciones laborales. La respuesta del Estado fue implacable. Hubo encarcelamientos, acusándoles del delito de disolución social, tipificado en el artículo 145 del Código Penal Federal, y buscando castigar a cualquiera que, según el gobierno, “perturbara el orden” o “pusiera en peligro la seguridad del Estado”.
Esta figura fue usada en el periodo de la mal llamada Guerra Sucia, también contra estudiantes, intelectuales y activistas en los años siguientes, hasta que la presión social y política obligó a su derogación en 1970.
La retomo porque, si analizamos la construcción semántica de ese delito, vemos un vicio que persiste hasta la fecha en algunos tipos penales o figuras civiles contempladas en leyes federales y estatales: el de la peligrosa ambigüedad. Ese tipo de huecos abre la puerta a interpretaciones arbitrarias y usos discrecionales del poder para criminalizar la protesta o incluso, para la judicialización de la crítica periodística.
Algunas de esas figuras jurídicas apelan a conceptos imposibles de medir; tal es el caso del “ultraje a la moral” o el “daño a moral”. Platicando con un estupendo catedrático en temas de derechos humanos, Luis Enrique González Araiza, reflexionaba que estas denominaciones de tipos penales son problemáticas, pues nos obligan a entrar en una discusión semiótica: ¿qué es lo moralmente adecuado?
La moral no es un concepto fijo; responde a contextos históricos y sociales específicos. Lo que en un momento se considera moral, en otro puede dejar de serlo. Por eso, cualquier figura jurídica que se base en ese criterio, resulta inexacta y abre la puerta a interpretaciones arbitrarias.
En el contexto de la libertad de expresión, una forma de vendetta han sido precisamente las demandas por “daño moral”. La redacción del artículo 1917 del Código Civil Federal, en ese aspecto, es preocupante, porque considera como daño moral “la divulgación de hechos ciertos o falsos” que puedan causar “deshonra, descrédito o perjuicio”.
Es decir, el meter en el mismo costal tanto la verdad como la mentira, implica que una persona pudiera ser demandada, independientemente del rigor periodístico de sus publicaciones. La redacción de este artículo carece del estándar de “real malicia” o “Malicia Efectiva”, esgrimido por la Suprema Corte de Justicia de la Nación en varias resoluciones.
Y aunque muchos de los periodistas acusados de daño moral han sido absueltos en la última instancia, el camino que tuvieron que recorrer fue tortuoso. Es decir, el proceso legal, independientemente de la resolución final, se vuelve en sí una especie de castigo. Todo esto se suma a un, de por sí, precarizado entorno para ejercer el oficio en México.
Esta estrategia de dejar huecos deliberados se está replicando en algunas figuras jurídicas, en códigos de entidades federativas. Una estrategia que no debemos tomar a la ligera, porque cuando el lenguaje del derecho es enredado a propósito para sofocar libertades, entonces se trata de censura vistiendo la túnica solemne de la legalidad.
*Profesor investigador del CUGDL de la UdeG
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