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La nueva aplanadora política y la frágil oposición

En el curso de los últimos días hemos sido testigos de un esquema de gobierno que es una calca, corregida y aumentada, de la época de la “aplanadora priista” que durante las décadas de ese partido en el poder generó, de forma progresiva desde la década de los años 70, una serie de objeciones ciudadanas frente a una ausencia de representación efectiva de los intereses de los gobernados, expresados a través de diferentes formas que no incluían, de manera efectiva, la participación de partidos y que, producto de varios eventos históricos, 2 de octubre del 68, el terremoto del 85, las elecciones del 88, se fue manifestando paulatinamente el interés de la ciudadanía por intervenir en las decisiones de gobierno.

Durante el periodo de la hegemonía priista no había una auténtica diversificación de oportunidades en partidos políticos con presencia real en las instancias de decisión de la administración pública. A partir de 1994, las representaciones políticas en el Congreso de la Unión tuvieron proporciones diferentes de participación, lo que implicó la generación de un sistema de gobierno en que, si bien se mantenía la hegemonía, la necesidad de negociar con diferentes representaciones se incluyó en el esquema de gobernar.

De esta forma, la presencia de la oposición y de diferentes espacios de interés político tuvieron un escenario constante de negociación, incluidos los actores políticos que hoy gobiernan y que, en ese momento, buscaban y tenían participación en las decisiones políticas de la administración pública.

Durante la última parte del siglo pasado y lo que llevamos de este las alternancias han mostrado la relevancia y la importancia que tienen los consensos con los partidos políticos y grupos organizados sobre temas específicos, que han logrado definir, en las decisiones gubernamentales, espacios de representación considerables. Es decir, gobernar institucionalmente y dejar de establecer un sistema de dirección de partido como dirección del país.

El procesamiento del fin de semana pasado en el que, sin consensos ni esquemas de diálogo, no digamos con los partidos, sino con la sociedad en su conjunto, fue un trámite que se pasó de manera abrumadora por alto. Se evidenció, de forma nítida, la rearticulación del sistema presidencialista que ya en tiempos de don Daniel Cosío Villegas generaban una animadversión por la falta de integración de la sociedad en la determinación de las políticas en las que ésta era la destinataria. Precisamente, el sentido de la discusión en las cámaras, a diferencia de la época del autoritarismo, tiene como componente lograr los acuerdos y los consensos, pero a través del diálogo de la representación ciudadana.

El retorno de la época de la “aplanadora del partido” se restituye con todos los elementos que parecían desterrados hace 30 años. Ahora, la sociedad es diferente y la práctica de espacios de participación se empiezan a limitar con decisiones y acciones meramente partidistas sin esquemas de intervención de sectores sociales que habían encontrado un espacio de negociación institucional.

Un elemento que surge como factor que puede contener, no resolver, el avance autoritario lo constituye la Suprema Corte de Justicia de la Nación que, a pesar de todo, representa la institución que en el marco constitucional y de teoría política, constituye un contrapeso respecto de dos poderes subsumidos uno en el otro. Esto es, el legislativo como operadores políticos de las indicaciones presidenciales.

En el marco institucional se reducen los espacios que la actual administración se ha obstinado en disminuir o eliminar. Viene un proceso muy importante de verdadera participación ciudadana, al mismo tiempo en que urgen decisiones profundas respecto a la funcionalidad de los partidos, sobre todo cuando la oposición no resulta eficiente en hacer valer la representación.

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