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¡Ánimas no!
Mejor restar
El movimiento #YoSoy132 nació en plena campaña presidencial de 2012. Todo comenzó cuando Enrique Peña Nieto, entonces candidato, visitó la Universidad Iberoamericana. La protesta estudiantil fue por los excesos de Atenco y la alta tasa de feminicidios en el Estado de México y lo obligó a refugiarse en un baño para evitar la confrontación, en una escena que dio la vuelta al país y se convirtió en símbolo de una generación inconforme.
Luego vino el intento del gobierno por deslegitimar la protesta, tachando a los manifestantes de acarreados. La respuesta fue contundente: 131 estudiantes grabaron un video viral en el que confirmaban ser alumnos reales y no manipulados. Así nació un movimiento que cuestionó a los medios por narrar el acto como un éxito del candidato.
Lo que siguió es historia: marchas masivas, críticas a la concentración mediática y exigencias de democratizar Internet y las plataformas digitales. Aquella oleada juvenil logró, por un instante, que la conversación pública escapara del control gubernamental y mediático.
Han pasado 13 años. Desde entonces, dos reformas a la Ley de Telecomunicaciones abarataron la telefonía y ayudaron a diversificar la televisión para tener una oferta mucho mayor; algunos canales públicos y culturales ya tienen cobertura nacional; y la oferta digital creció al grado de que las encuestas de consumo marcan nuestra alta dependencia a las pantallas móviles.
Cambiaron los hábitos de consumo y también nuestras prioridades informativas. Hoy, el debate público ocurre en tiempo real, pero también con mayor ruido y desinformación que nunca. ¿Quién impulsa el discurso y por qué la indignación parece fabricada?
También persiste una pregunta incómoda: ¿quién controla el acceso a la verdad y quién se beneficia de la viralidad de la mentira?
Lo digo porque, tras dos sexenios, he visto cómo los medios tradicionales siguen actuando como voceros del poder. Vean las portadas de los medios nacionales de este martes. El nado sincronizado prevalece.
Sin embargo, hoy las mentiras tienen un aliado más: la tecnología. Desde 2018, investigaciones de Buzzfeed y Vice documentaron granjas de bots pagadas por políticos para ensuciar el debate público. Más reciente, la evidencia del uso de Facebook, X y TikTok para promover discursos oficiales o atacar a críticos y periodistas.
Este fin de semana, en una capacitación con profesores, estudiantes y colegas en la Ciudad de México, revisamos cómo opera esa maquinaria: podcasts virales llenos de mentiras en Spotify, uso de la IA para manipular mensajes en TikTok, ejércitos costosos de trolls geolocalizados cerca de Palacio Nacional (¿de quién son?); y campañas de desprestigio financiadas por empresarios con aspiraciones políticas.
De ahí la urgencia de enseñar pensamiento crítico y una pedagogía mediática responsable con la información, no solo a niños y jóvenes, sino también a adultos mayores, víctimas frecuentes de fraudes alimentados por la desinformación.
Empiezo con una sugerencia simple: antes de compartir una nota o un video, pregúntate de dónde viene y quién lo impulsa. Tal vez descubras que no vale la pena ser un borrego más.
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jl/I