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Momento de coyuntura para el plan B

En esta administración, como en pocas ocasiones en la historia reciente de nuestro país, se han experimentado muchos procesos en los que se ha puesto a prueba la institucionalidad de la administración pública. Desde la época del, prácticamente, partido único en la gestión del poder, de los años 30 del siglo pasado hasta el año 2000, la gestión pública se desarrollaba bajo un ángulo partidista y solamente ese enfoque era el que contaba. Actualmente se le recuerda para establecer contrastes como el periodo del autoritarismo. El hecho de que todas las decisiones importantes de la gestión pública se concentraran exclusivamente con una sola visión ideológica generaba una administración compleja, difícil, sin orientaciones claras, dejando una buena parte de las gestiones en formas extraordinarias que se convertían en un mundo paralelo de gestión, el de la corrupción.

La separación de poderes, como se entiende en las sociedades contemporáneas, constituía un elemento de vital importancia para la vida pública y, a partir de la primera vez que el PRI perdió la mayoría en el Congreso de la Unión, en julio de 1997, se daban las incipientes condiciones de una estructura de contrapesos en el ejercicio del poder. La estructura de ventanilla de trámites de las iniciativas del Ejecutivo se comenzó a transformar al requerir, a partir de entonces, una negociación con las fuerzas políticas a fin de legitimar varias de las iniciativas del Ejecutivo.

De entre los tres poderes, el que menos rapidez y flexibilidad mostró fue la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN). Importantes y destacados juristas han pasado por el máximo tribunal mexicano. Sin embargo, con el paso de las nuevas condiciones del país y la participación efectiva de otros colores en la administración pública, las adaptaciones se han dado de manera lenta, pero continuada.

La reforma electoral que propuso el Ejecutivo que genera, de acuerdo con esos lineamientos, un adelgazamiento del Instituto Nacional Electoral (INE), sobre todo para los procesos electorales de 2023 y, particularmente, 2024, han pasado por el tamiz de la constitucionalidad que está, en estos momentos, en su procesamiento de estudio y análisis, precisamente en la SCJN. Entre diferentes argumentos se planteó que “se afectaban los derechos políticos de la ciudadanía” y, en consecuencia, se decretaba la suspensión de los cambios en el articulado que define la operación del INE.

Evidentemente, del fin de semana en que se generó la suspensión a estos días, las reacciones son diversas y, evidentemente, el Ejecutivo, más como líder de partido que como presidente del país, ha denostado el fallo de la SCJN y, ha señalado, el seguimiento de este tema en los tribunales. El ejercicio, independientemente de la resolución definitiva a la que llegue la Suprema Corte, marca un importante antecedente para la gestión pública, la negociación entre las instancias encargadas de representar a la ciudadanía, es decir, los procedimientos no son meros trámites, sino la articulación racional de las políticas públicas, así como la práctica de negociación entre poderes y fuerzas políticas representantes.

La presente coyuntura se desarrolla frente a un escenario en el que las oposiciones se encuentran disminuidas y con serios conflictos internos. La negociación y no la alienación debería ser el tema fuerte para estos momentos, sin embargo, la exigua fuerza que muestran las oposiciones no permite ver una solución negociada con los representantes de los ciudadanos a través de los partidos. Se requeriría una claridad de proyectos que representen verdaderas alternativas para la ciudadanía, de las cuales, el ciudadano tenga opciones claras para el voto de 2024. Hasta el momento, y si no hay cambios ni proyectos claros de las oposiciones, solamente se identifica una alternativa.

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