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Japón 80 años después

Recientemente tuve oportunidad de conocer Japón, una experiencia que me dejó múltiples emociones y un sinnúmero de cuestionamientos con relación a la paz y la guerra.

En Hiroshima, al observar lo que quedó de la cúpula Genbaku a 210 metros del hipocentro de la bomba atómica, al escuchar un helicóptero que no dejaba de rondar los márgenes del río Motoyasu donde murieron miles de personas, al ver la estela de un reloj que marca las 8:15 de la mañana del 6 de agosto de 1945, al pasar por la placa que indica el lugar donde cayó la bomba o al oír el graznido de los cuervos en una fría mañana otoñal; no lograba identificar con claridad los sentimientos que me provocaba lo que veía: ¿tristeza, coraje, miedo, impotencia, rabia…?

¿140 mil víctimas de una decisión que se tomó a miles de kilómetros? ¿Por qué se atacó a la población civil contraviniendo lo estipulado por el derecho internacional humanitario? ¿A qué respondió que continuaran los bombardeos si el 26 de junio ya se había firmado la Carta de Paz de la ONU? ¿Cómo interpretar la expresión de Oppenheimer: “Me he convertido en la muerte, el destructor de mundos”?

Por su parte, en Osaka, en el Museo de la Paz, se aclara que fueron 59 los bombardeos estadounidenses que dejaron ahí al menos 15 mil muertos, se expone la forma como evolucionaron las tecnologías para la guerra a lo largo del siglo 20 y su capacidad cada vez más destructora (ametralladoras, submarinos, lanzacohetes, bombas de diversa índole…), se describen los simulacros que se llevaban a cabo en casas y escuelas para aprender a utilizar los refugios antiaéreos o las máscaras antigás, se explican las leyes que regulaban el reclutamiento forzoso de jóvenes y adultos, se precisan las acciones que debían realizar las mujeres como apoyo a la guerra (“estábamos llenas de patriotismo”, aclara uno de los testimonios), se menciona la ideología que imperaba en las escuelas: “Educación y orden en tiempo de guerra”... Al salir del museo pude poner nombre a mis emociones: un vacío existencial profundo.

Otras tantas imágenes exhibidas en los museos me ayudaron a comprender cómo se construyen las paces (imperfectas) en escenarios de violencia: sobrevivientes dando de beber a los moribundos en el río, voluntarios curando heridas o trasladando cadáveres, camarógrafos buscando dejar constancia de la barbarie que observaban, niños y mujeres expresando gráficamente lo ocurrido con lo que tenían a la mano, cartas de soldados desde las trincheras expresando preocupación por sus familias.

Aunque los humanos hemos sido capaces de imaginar, crear y utilizar instrumentos para hacer las guerras, no solo a otros humanos sino a cualquier forma de vida en el planeta, contamos también con instituciones y mecanismos imperfectos para hacer las paces: la ONU y sus distintos órganos, tratados internacionales (contra la Proliferación de Armas Nucleares, el de Tlatelolco…), redes de colaboración (Alcaldes por la Paz), etc. Armas, bombas, acorazados, drones… no son medios para la paz que necesitamos. Nadie tiene por qué sufrir los estragos de la guerra.

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jl/I

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