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La razón secuestrada

Desde 2018, México vive una vicisitud que no solo disputa instituciones, políticas públicas o prioridades presupuestales. Hay algo más profundo, más íntimo y más corrosivo: la política entró a la vida doméstica. La llegada de Morena al poder no solo reorganizó el mapa electoral: reconfiguró sensibilidades, identidades y afectos. Y lo hizo a tal grado que hoy, en muchas familias, amistades y espacios laborales, la conversación pública se ha vuelto un campo minado. Lo que antes eran diferencias normales entre ciudadanos, hoy se desfiguró en un fenómeno de polarización afectiva y fanatismo político que fractura vínculos básicos de convivencia.

México ya había cambiado de partido gobernante varias veces sin que ello provocara rupturas emocionales semejantes. La particularidad de la cuarta transformación radica en que no se presentó como una administración más, sino como un proyecto moral. Un relato redentor que divide a la sociedad entre los “auténticos”, los “conscientes”, el “pueblo verdadero”, y el resto: críticos, escépticos, opositores… conservadores, traidores, enemigos. Ese discurso, repetida desde la cúspide del poder, ha reorganizado la política como identidad, no como opinión. Y cuando la política se vuelve identidad, el desacuerdo ya no se lee como diferencia legítima, sino como ofensa personal.

En ese marco emocional, las discusiones políticas se convirtieron en juicios morales. En muchos espacios ya no se debate; se acusa. Ya no se contrasta información; se mide la lealtad. Ya no se construyen puentes; se levantan murallas. El costo no es menor: familias divididas, amistades suspendidas, círculos laborales crispados, una cultura de mutua sospecha que se filtra en cada espacio cotidiano. La vida pública se volvió invasiva, colonizó lo privado y desplazó esa civilidad mínima que alguna vez permitió coexistir a pesar de las diferencias.

La polarización mexicana no es accidental: está diseñada. La confrontación permanente ha sido el principal mecanismo de cohesión dentro del movimiento en el poder. Crear enemigos consolida al grupo; descalificar a los críticos evita matices; elevar la discusión al plano moral neutraliza los argumentos. Y así, mientras el país enfrenta desafíos gigantes –violencia, desigualdad, crisis institucional–, la conversación pública está atrapada en un duelo de identidades que debilita la capacidad colectiva para enfrentar problemas reales.

Pero tampoco es inevitable. La polarización se alimenta de dos combustibles: el discurso que baja desde el poder y la reacción visceral que sube desde la ciudadanía. Si uno de los dos se detiene, el ciclo pierde fuerza. La mesura democrática, esa capacidad de disentir sin deshumanizar, necesita ser rescatada en los espacios donde la democracia empieza: la mesa familiar, la charla entre amigos, el aula, la oficina, el bar. No es romanticismo: es una estrategia de reconstrucción pública.

Porque si algo hemos aprendido estos años es que la política puede ganar elecciones, pero también puede devastar querencias. Y ahí, en esa dimensión íntima donde se forman las personas antes que las ideologías, se está jugando una parte crucial del futuro democrático del país. La 4T ha trasformado muchas cosas; no permitamos que transforme también nuestra capacidad de convivir.

X: @Ismaelortizbarb

jl/I

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