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El primer domingo de septiembre se conmemora el Día del Migrante. Para un jalisciense, cruzar una frontera implica adentrarse en una cultura extraña; enfrentarse con rostros extraños que hablan una lengua distinta, cuya identidad, costumbres y creencias no se comparten; el que emigra no sólo cambia de lugar de residencia y trabajo, enfrenta una realidad diferente, donde no hay puntos de referencia; todo es distinto: la gente, los edificios, las calles; la comida… todo.
Además del incentivo de ganar un mejor salario y la posibilidad de generar, en un plazo no muy largo, un capital personal o familiar, los jaliscienses tienen otros motivadores de índole cultural. En poblaciones de Jalisco es casi una tradición que, a cierta edad, el joven pruebe suerte en el extranjero y se vaya a vivir con algún pariente o conocido de los Estados Unidos.
Al llegar a Estados Unidos, el migrante jalisciense se topa con la sorpresa que una parte del país al que llega no le es tan ajena; calles, personas y sobre todo las iglesias le recuerdan a las de su terruño; por una especie de translocalidad cultural y religiosa, es como si estuviera en casa; luego descubre que aquellos paisanos suyos, que llegaron primero, recrearon, poco a poco, en las ciudades estadounidenses, al viejo pueblo, con su iglesia como corazón o centro de socialización y hermandad.
La antropóloga Liliana Rivera Sánchez, en un estudio de 2007, afirma que “las iglesias, templos, casas de oración, congregaciones y asociaciones religiosas aparecen en el escenario de los lugares de llegada como espacios posibles para la construcción de una nueva comunidad de referencia para los nuevos inmigrantes y un espacio comprensivo de socialización, información y comunicación”.
Para el sociólogo Fabián Acosta la fe católica como agente estructurador de una identidad común y de una empatía cultural le permitió al migrante ganar su propio espacio, en el nuevo y complejo tejido social estadounidense que está conformado por gente de todo el mundo, de diversas razas y lenguas; y sin amurallarse completamente en el vecindario, siguieron hablando el español; y enseñan a sus hijos las costumbres que ellos, por su parte, aprendieron de sus padres. En otras palabras, pintaron con los colores del alma mexicana sus calles y casas.
Para superar la desventaja de no nacer en Estados Unidos, nuestros paisanos necesitaron unirse y trabajar solidariamente. Cerraron filas en torno a propósitos que iban desde recibir y proteger a los amigos y compañeros recién llegados de México hasta no olvidar la lengua madre, la religión, las costumbres y las tradiciones heredadas.
Es muy frecuente que la persona que decide emprender el viaje al norte, antes de alistar sus cosas, se contacte con sus familiares, amigos o paisanos del otro lado; hablan a las parroquias de aquí y de allá, a los familiares, y éstos movilizan recursos y contactos que facilitan y preparan su llegada; saben así, con antelación, por dónde va a cruzar, quiénes lo hospedarán y hasta en qué trabajarán; su integración a la sociedad norteamericana no resulta, como en el pasado, tan traumática, pues lo espera y acoge una comunidad con rasgos culturales que reconoce como propios.
Como grupo, nuestros paisanos, o hijos ausentes, no han perdido del todo su identidad, y a pesar de las distancias siguen perviviendo en ellos, y con hechos lo han demostrado un sincero y verdadero amor al terruño, con el que mantienen, a través de redes familiares, parroquiales y sociales, una comunicación estrecha, constante, y procuran comprometerse con las necesidades de la comunidad aportando, con generosidad, el fruto de su trabajo.
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