Hace diez años, en este mismo espacio, escribí sobre el Acuerdo de París, un tratado internacional sobre el cambio climático, en medio de aplausos diplomáticos y euforia ambientalista, adoptado por 196 países en la COP21 en esa ciudad, el 12 de diciembre de 2015. Después de una década, la pregunta ya no es si el Acuerdo de París fue histórico –porque lo fue–, sino si fue suficiente.
El acuerdo resolvió un problema político clave: logró que casi todos los países del mundo aceptaran, al menos en el papel, que el calentamiento global era una amenaza real y que debía limitarse idealmente a 1.5 °C. Rompió la vieja lógica de Kioto, donde solo los países desarrollados cargaban con obligaciones, y estableció un nuevo esquema de responsabilidades nacionales mediante las Contribuciones Nacionalmente Determinadas (NDC). Cada país fijó sus propias metas. La cooperación sustituyó a la imposición.
A una década de distancia, el balance es brutal. Las emisiones globales no solo no han disminuido de manera estructural, sino que continúan en niveles históricamente altos. Las trayectorias actuales nos conducen a un calentamiento de entre 2.4 y 2.9 grados centígrados, muy por encima de lo que la ciencia considera un umbral seguro. El objetivo de 1.5 grados, que en 2015 parecía alcanzable, hoy está prácticamente fuera de alcance.
¿Por qué, entonces, París no cumplió su promesa? La respuesta es política, no técnica. El acuerdo apostó por la autorregulación moral de los Estados, por la presión reputacional y por la buena fe. No estableció sanciones, no creó tribunales climáticos, no impuso castigos comerciales. En un sistema internacional construido sobre la soberanía y los intereses nacionales, eso equivale a pedir sacrificios sin imponer costos.
Diez años después, París se parece menos a una solución y más a un recordatorio: el mundo supo exactamente qué debía hacer, cuándo debía hacerlo y por qué era urgente… pero eligió avanzar lento, con cautela y lógica electoral, protegiendo ingresos fósiles y evitando conflictos políticos internos.
Por su parte, México ha mantenido un discurso climático diplomáticamente correcto, mientras en casa ha impulsado una política energética de signo contrario. La prioridad otorgada a Pemex, la expansión de la refinación, la apuesta por Dos Bocas y la defensa de la Comisión Federal de Electricidad bajo un esquema de generación fósil han colocado al país en una trayectoria que contradice frontalmente los compromisos de París.
Cuando Claudia Sheinbaum asumió la Presidencia, heredó no solo un proyecto político llamado “segundo piso”, sino también una pesada factura ambiental: diez años después del Acuerdo de París, México sigue atrapado en un modelo energético incompatible con sus compromisos climáticos. La gran pregunta es si su gobierno corregirá la ruta o profundizará la contradicción.
A diez años del Acuerdo de París, el margen de simulación se agotó. El mundo ya no pregunta qué dicen los gobiernos sobre el clima, sino qué tan rápido están desmantelando sus economías carbonizadas. La historia climática no juzgará a México por lo que prometió en París, sino por lo que hizo –o dejó de hacer– en su territorio. Y hasta ahora, la distancia entre ambos mundos sigue siendo demasiado extenso.
jl/I









