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La risa de Julio Haro

DE CULTO. En junio de 2011, el Museo de la Ciudad convoca a artistas plásticos de Guadalajara para recrear en su imaginario la figura mítica de Julio Haro. (Foto: Jorge Alberto Mendoza)

Con la creación de El Personal, la literal mítica banda de finales de los 80, se escribió uno de los episodios más intensos, pero también más dramáticos de la historia del rock en Guadalajara. Su breve y fructífero paso por la escena musical tapatía no sólo dio al rock mexicano la fusión de ritmos aparentemente imposibles: hicieron del insufrible y monótono reggae algo exquisito, combinándolo con sonidos de rock, cumbia, blues, son jarocho, rumba y bolero. Su apuesta musical nunca estuvo del lado de la moda; por el contrario, Julio Haro y El Personal tramaron un sonido nuevo y vigoroso, cuyos pilares, paradójicamente, descansan en la tradición musical. Es quizá por esta razón que al escuchar hoy a El Personal, a casi 30 años de distancia, su música nos resulta actual y contemporánea.

Sin embargo, entre la clase media tapatía y entre los hiperfresas ni se diga, pocos conocen a El Personal, y quienes aún lo recuerdan no conceden a la agrupación mayor mérito que el de ser cinco muchachos groseros y chistosos. ¿Por qué entonces una banda de la cual gigantes de la industria como Café Tacvba o Maldita Vecindad los reconocen como importantes referentes en su música y del rock mexicano es poco recordada? La respuesta podría ser que, contrario a los indios que describe Octavio Paz, cuya habilidad para mimetizarse con los muros y con ello sustraerse del mundo, los tapatíos han aprendido a invertir, y con mucho éxito, este sistema.

Como parte de su cotidiano, los tapatíos invisibilizan todo aquello que no entienden o que les resulta incómodo. En otras palabras, con el acto de ignorar cancelan la existencia del objeto perturbador. Entonces, ¿poco recordados o plenamente ignorados? El Personal no es ni fue profeta en su tierra; la vida y obra de Julio Haro fueron marcadas por la invisibilidad, por una marginalidad que ha llegado, incluso, más allá de su muerte. Tres décadas de fantasmagórica presencia así lo demuestran. Su música, por ejemplo, aún se vende sobre pedido en los tianguis de forma soterrada, invisible.

De la irreverencia al erotismo

No me hallo fue el título de su primer y único disco. Con él y la conformación de El Personal, Julio Haro quiso fundar una nación, un territorio donde lo disímbolo pudiera coexistir como parte de un todo. La propia alineación del grupo, bugas y gays, o la fusión arbitraria de ritmos, fueron los cimientos para quien pretendía construir un espacio dentro de una sociedad que vivía agazapada tras la doble moral y el aroma a incienso y parafina. Pero no se trataba de crear un mundo aparte. La aspiración de Haro era de integración, pero también de ruptura con esos valores dominantes. Entonces fue con el humor, acaso su mejor espada, con la que esgrimió la realidad. El chirriante sonido del melodeón es una broma en medio de las armonías.

Sus rolas, diminutos caballos de Troya, son un ingenioso juego de sonidos y palabras que insisten en provocar la risa para mostrarnos con grotesca ironía esa otra realidad, invisibilizada por el puritanismo tapatío. Niño déjese ahí o Dale de comer al conejito consignan con aparente aire inofensivo a una Guadalajara efervescente, viva y siempre dispuesta al contacto físico en cualquiera de sus formas. La tapatía, además de ofrecernos un hilarante recorrido por el ombligo de la ciudad, nos dice que de éste y del “otro lado de la calzada”, en camión o en flamantes camionetas, siempre hay una tapatía cachonda, pacheca y glotona preparada para vivir un affaire. No obstante en su risa no hay moral ni juicio. En cada palabra, en cada canción Julio Haro está presente. Sus letras, a excepción de un par, están escritas en primera persona. Es él quien protagoniza cada historia, es él el onanista; el ateo, no iba a misa ni de relajo; el que se prende a una cintura para entregar su último tesoro a un amor furtivo. Es él quien en ocho tracks labró, en una suerte de atanor alquímico, la experiencia de estar vivo como algo inalienable y al mismo tiempo universal.

En El menjurje Haro apunta hacía la dialéctica del cuerpo como única posibilidad para ser uno con el todo. El erotismo llevado a los términos de Georges Bataille, en el que una continuidad mágica nos fusiona para arrastrarnos al límite y a su proximidad con la muerte, es la pócima mágica para devolverlo a la vida: “de ese alambique que tienes, de ese licor, dame una gota para olvidar el dolor que me consume”. ¡Ay!, es tan corto el amor, y es tan largo el deseo.

También, Julio Haro es capaz de romper con su lírica a cambio de no ceder un ápice a la solemnidad. La intensidad de una historia o la angustia de un hombre derrotado por la soledad y la inminencia de su muerte, —dicen que en la grabación del disco ya sabía que estaba infectado de VIH—, es rota con una frase prosaica que reitera la vis cómica y ácida de Haro y la banalidad de la vida.

La risa de Julio Haro buscaba terminar con un mundo plagado de injusticias en el que nunca “se halló”, y reemplazarlo por otro mejor. Quería crear una nueva realidad que desplazara a la otra, que ya no podía mantenerse porque había perdido su sentido. La risa de Haro es, pues, una liberación con la cual subraya la imperfección del tiempo que le tocó vivir y a través de ella pretendió transformarlo y renovarlo.

Finalmente, la madrugada del 4 de enero de 1992, Julio Haro, harto de ser un pobre vagabundo, decidió que su reino no era de este mundo y se fue. Desde entonces su risa está y existe, ávida de transgresión, de cambios; te mira con ternura y te guiña el ojo para luego decirte: “no te hagas, que a ti te está pasando lo mismo que a mí”.

 

DN/I