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Una ciudad de miedo

Me aterra mi ciudad. No es en sí la inseguridad, sino un ritmo fuera de control en muchos aspectos lo que me rebasa, y no sólo a mí. 

Me di cuenta el viernes que hice el intento de recoger la bicicleta que nos alternamos usando mi padre y yo en los últimos 25 años. Él murió a finales de agosto y la bicicleta se quedó arrumbada en la casa donde él vivía en Zapopan. He querido recuperarla por muchas razones: por salud, por un vínculo emocional que tengo hacia ella por estar relacionada con mi padre, pero una muy importante es que quiero recuperar la seguridad física que perdí en un accidente de motocicleta hace cinco años y medio. 

Mi idea era desmontarla y traérmela en camión, echarme el cuadro y las ruedas al hombro colgadas de una cadena, pero encontré que le quitaron una pieza que permitía zafar fácilmente las llantas con un mecanismo de bicicleta de carreras consistente en una tuerca que se podía liberar manualmente. La sustituyeron por una tuerca que se aprieta y se afloja con una llave y en esa casa no había herramientas para desmontarla. 

La primera alternativa que me planteé fue montarla y recorrer en ella todo el tramo entre Zapopan y el Valle de Tlajomulco para traerla a casa, pero la vía más directa era Periférico y definitivamente descarté esa opción. Eran alrededor de 21 kilómetros de estar expuesto a peligros que hace mucho no he enfrentado y que me abrumaron con sólo pensar en ellos: tráfico pesado, vías de alta velocidad, conductores feroces a pleno mediodía de viernes y sin llevar alguna prenda que me distinguiera claramente entre los automovilistas. Mi bastón de apoyo para caminar no tenía lugar en esa travesía. Ese bastón que se ha convertido en un apoyo no sólo físico, sino emocional, no podía quedar volando y fue decisivo para descartar la alternativa. 

Lo peor es que hay miles de ciclistas diariamente que tienen que lidiar con todo eso en su trajín cotidiano, expuestos a convertirse en una víctima más de los fieros conductores que tratan de escamotearle tiempo al tiempo, del transporte de carga o del transporte público. En esos vehículos he vuelto a aprender a moverme, luego de varios años de sacarles la vuelta por miedo a lastimarme mi fémur fracturado. Pero ahora que ya no hay fémur, sino una prótesis que ha consolidado adecuadamente con el hueso, la vida sigue y hay que volver a entrarle al quite. 

Afortunadamente muchas personas se solidarizan al ver que uno anda con bastón y suelen cederme el asiento, pero hay momentos del día como las horas pico de la mañana en que hay que rifársela para trepar, aunque sea en el estribo. Ya es ganancia que la mayoría de los camioneros han asimilado circular con las puertas cerradas y la gente ya no va colgada por afuera de la puerta, como antes en mis tiempos universitarios de la década dosmilera. Pero me aterra todavía la actitud temeraria de algunos choferes que no ponderan el valor de la vida. Justo el viernes el conductor se aventó un paso mortal en las vías del ferrocarril y le ganó a la locomotora por 50 metros, pero si se hubiera demorado otros 3 segundos, con la velocidad que traía el tren nos hubiera desbaratado. 

Quizás parte de lo aterrador es que uno no puede controlar cómo conducen otros, cómo van por la ciudad rebasando por el acotamiento y por los puntos ciegos, cómo los señalamientos quedan en un mero letrero sin atender por la mayoría. Pero quienes sí deberían controlar todo eso son las autoridades en materia vial. Los municipios, específicamente, son los encargados, aunque en el área metropolitana lo han delegado a la Policía Vial. Quisiera vivir en una ciudad que dé confianza y no en una ciudad de miedo. 

Twitter: @levario_j

jl/I