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Para personas desaparecidas
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La relación entre la prensa y el poder, especialmente el político, es necesariamente difícil. La razón es clara. Ambos se ocupan de los asuntos públicos. Quienes ejercen o buscan el poder, formal o de facto, deciden sobre el futuro de una sociedad. La prensa, por su parte, se ocupa, o debería ocuparse, de los asuntos de interés público. Entre ellos de muchas acciones que realizan los poderosos porque repercuten la vida de una comunidad.
Hablo en general de los poderosos porque no solamente se trata de los políticos profesionales. Empresarios, delincuentes, representantes de las iglesias, líderes sindicales, deportistas, movimientos sociales también hacen valer su poder en la sociedad. Por tanto, lo que hagan o dejen de hacer en este ámbito es materia del periodismo.
Y es ahí donde aparecen las diferencias porque lo que cuentan los medios de comunicación con frecuencia no resulta del agrado de los poderosos, especialmente cuando se dan a conocer errores o irregularidades.
Desde del presidente de la República hasta un obispo o un grupo de feministas tienen interés en que lo que se diga sobre su actuar corresponda a sus expectativas y eso no siempre ocurre. De ahí derivan conflictos.
Incluso personajes que han sido considerados grandes estadistas han renegado de los periodistas. En su libro Prensa y poder, Raúl Sohr afirma que Winston Churchill acusó a la BBC de “ser el enemigo interior de la propia casa, que causa continuamente problemas, haciendo más daño que bien”.
Si esto ocurre porque un mismo hecho se cuenta, se pondera y se valora de manera distinta, resulta aún más desafiante en un ambiente polarizado como el que vivimos en el que los puntos medios se diluyen. En los que prima el blanco y negro, el todo o nada, el sí o no. En el que desde el presidente hasta un vendedor de drogas local piden definir: “¿Estás conmigo o contra mí?”. No hay matices.
Cualquier actor involucrado en un hecho público tiene el derecho, y a veces la obligación, de contar su versión de los hechos y de que ésta sea publicada de manera precisa, justa y equilibrada. Es obligación de periodistas y medios de comunicación hacerlo de manera profesional y ética. Y esto lamentablemente no siempre ocurre.
Pero una cosa es dar su versión de los hechos y otra es pretender que los periodistas sean comparsas de sus campañas de propaganda o de silencio. La ética periodística impone guardar una distancia crítica con el poder, cualquiera que éste sea. Y eso no les gusta.
Los poderosos pretenden que los periodistas sean dóciles y estén a su servicio. Muchos comunicadores sucumben fácilmente por dinero o por ideología. Se convierten así en propagandistas del poder.
En un contexto en el que la verdad poco importa y donde la sociedad se mueve en función de afinidades y creencias, la propaganda encuentra el mejor caldo de cultivo y funciona de maravilla.
Raúl Sohr recuerda que Hitler decía: “La propaganda efectiva debe ceñirse a unos cuantos puntos y machacar con esos eslóganes hasta que el último ciudadano de esa audiencia entienda qué es lo que queremos que comprenda”.
Estrategias como esta son utilizadas actualmente por autoridades federales y estatales, y otros grupos de poder, con la ventaja que les ofrecen las redes sociales. Constatamos en ellas mismas su efectividad.
Quienes ejercen los diversos poderes ganan día con día mayores márgenes de acción y los contrapesos van en declive. Frente a ello el ejercicio periodístico profesional y honesto adquiere aún mayor relevancia. Es una tarea importantísima y quizá, lamentablemente, testimonial.
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