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Supongo que estas últimas décadas definidas como “neoliberales”, aunque yo prefiero el término más mexicano de “neoporfiristas”, son resultado de una tendencia regresiva del ultranacionalismo de antaño y, sobre todo, las clases medias y altas han acusado un marcado proceso de desnaturalización.
Tal vez lo vea mal porque me crie en una época en la que el nacionalismo era bien visto, aunque a veces fuese un tanto exagerado, y se estilaba primordialmente preconizar nuestras grandezas quizás incluso en demasía. En fin, a mañana, tarde y noche se nos inculcaba el amor a la patria y el precepto aquel de que “como México no hay dos”.
En ello pienso también, cotidianamente, cuando camino por las calles clasemedieras de Providencia y me doy cuenta de que predominan los letreros comerciales en inglés, que los arquitectos promueven en ese idioma sus productos y damas de mediana edad, encopetadas o no, hacen gala de su vasta cultura utilizando una retahíla de palabras en dicho idioma.
Las escuelas de antaño, públicas y privadas, hasta las más pomadosas, preconizaban que el fin de la educación era capacitar para servir a la sociedad, en tanto que ahora cacarean a más no poder su anhelo de “forjar líderes…”, de ahí que no deje de angustiar que, si tienen éxito, no sabemos qué vamos hacer con tantos dirigentes… ¿alcanzaremos quizás el status aquel de que “todos mandan y nadie obedece”?
Pensé en ello a partir de mi experiencia en una frutería a la que acudí atraído por el aviso de un buen amigo de que tenían chicozapotes. Confieso que dicha fruta, junto con su primo hermano el mamey, es para mí lo mejor que hay en todo el mundo, por lo que es de lamentar que ya no se hallen con facilidad.
Lo mismo que las limas, cuyo jugo me parece el más delicioso de todos. Tales frutos están vetados en los supermercados elegantes y quienes padecemos tan patriótico antojo tenemos que andar a las caiditas en su persecución…
Con gran ilusión me surtí de unos cuantos chicos, sin suponer el desagrado que me esperaba: la empleada de la frutería preguntó a su jefa por el precio de los kiwis… Automáticamente moví mis ojos en busca de dicho fruto y, ante su total ausencia, me temí lo peor. La experta empleada, natural de Guadalajara –según inquirí– y, peor aún, del barrio de Santa Tere, no conocía los chicos de milenaria presencia en México y, en cambio, tenía noticia de esos frutos procedentes de Nueva Zelanda que se empezaron a ver en México hace menos de tres o cuatro décadas.
¡Qué bueno que esté la mujer al tanto de las novedades! Pero indignante es que desconozca una fruta de tanta calidad que es oriunda de la tierra nuestra y, modestia aparte, es una verdadera delicia.
La cara de extrañeza de otras compradoras debió haberme hecho sospechar lo que vino después… seguro que tampoco habían oído hablar de tan delicioso fruto. Así lo comprobé cuando acudí luego a tomar mi consabido cafecito y me topé con una nutrida mesa de damas tapatías ¡ninguna sabía de la existencia del chicozapote! Y más de una declaró con cierto orgullo que nunca había probado el mamey. En cambio, del tal kiwi, sin que tenga parecido alguno en el sabor con cualquiera de las zapotáceas, todas hablaron con admiración y gran conocimiento de causa.
Por supuesto que cuando les pregunté por el zapote prieto, todas hicieron como si la Virgen les hablara…
No estoy, claro, en contra de lo nuevo, ello siempre enriquece, lo que preocupa sobremanera es lo mucho que empobrece cuando perdemos de vista valores tan importantes de nuestra particularidad…
¿Será que nuestra clase media ya está echada a perder o hay todavía esperanzas de que recobre la fortaleza que tuvo antaño en aras del fortalecimiento de la identidad y el desarrollo auténtico del país?
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jl/I