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No era un roce

A veces pienso que todas las mujeres compartimos un mismo recuerdo, aunque cada una lo haya vivido en un lugar distinto. Un camión lleno, una fiesta, la oficina, la calle, una reunión familiar. Ese momento en que alguien invade tu cuerpo sin permiso, en que el aire se corta, en que algo se tensa adentro y una voz, que casi nunca alcanza a salir, grita: no era un roce.

Estos días lo volví a pensar cuando vi el video de la presidenta Claudia Sheinbaum: un acercamiento, una mano ajena que se cuela donde no debe. Un gesto tan veloz como inconfundible. Lo que duele no es solo la agresión, sino la certeza que nos deja: ni el cargo más alto del país libra a una mujer de ser tratada como un cuerpo disponible. Hay algo profundamente simbólico en esa imagen. Una escena pública que, sin proponérselo, exhibe la raíz de lo que tantas veces intentamos explicar: que el poder, los títulos, la inteligencia o la fuerza no bastan para protegernos de una cultura que sigue creyendo que puede tocarnos, opinar sobre nuestros cuerpos, juzgarnos o reírse de nosotras.

Las mujeres sabemos distinguir el accidente de la intención. Lo hemos aprendido a fuerza de sobrevivirlos. Aprendimos a leer los gestos, los silencios, los acercamientos disfrazados de cortesía. A calcular distancias, a tensar el cuerpo, a fingir calma.

Pero cuando por fin alzamos la voz, el mundo gira hacia nosotras para preguntarnos por qué no gritamos, por qué no nos movimos, por qué traíamos esa ropa, por qué estábamos ahí. Como si el problema fuera la víctima que no se defendió a tiempo y no el agresor que decidió invadir. Debemos explicar una y otra vez que el miedo paraliza, que la incredulidad inmoviliza, que el cuerpo no siempre reacciona como una quisiera.

Tengo 44 años. Soy una mujer mexicana común que ha vivido bastante para reconocer todos los tonos del acoso: un grito grotesco, la mano que toca sin aviso, el compañero que te mira de más, el desconocido que no respeta tu espacio, la gente que se siente con derecho a opinar sobre tu cuerpo. Y en cada uno de esos episodios hay una dosis de vergüenza que no nos pertenece, pero que aprendimos a cargar como si fuera nuestra.

Nos enseñaron a ser cuidadosas, no a que los otros sean respetuosos o que aprendan límites. Nos aconsejan no salir solas, no tomar, no confiar, no provocar.

Por eso la imagen de la presidenta se sintió personal. Porque no fue solo ella. Fuimos todas. Porque vimos en ese gesto y en las reacciones posteriores el espejo de lo que hemos enfrentado siempre: la impunidad del que toca, del que mira, del que se burla, del que cree que puede y luego se justifica. Y también vimos la incredulidad de los otros, la prisa con la que se minimiza, el esfuerzo por restarle importancia.

Pero algo cambió. Ya no nos callamos igual. Ya no nos reímos para suavizar. Ya no lo dejamos pasar como si no tuviera peso. Lo nombramos, lo señalamos, lo discutimos. Y aunque a veces parezca que no sirve de mucho, el solo hecho de hablarlo nos devuelve algo que nos han quitado tantas veces: la voz.

No era un roce. Era una frontera violada. Era un mensaje sobre quién puede tocar y quién debe soportar. Y hoy, al menos, sabemos que ya no queremos soportar. Que la dignidad no se negocia, que la incomodidad del otro no vale más que nuestra seguridad, y que ninguna mujer, ni la más poderosa ni la más anónima, merece vivir con la idea de que su cuerpo está siempre en riesgo.

Quizá el cambio empiece ahí: en negarnos a fingir que fue sin querer. En sostener la mirada y decirlo en voz alta. No es un roce.

Es violencia.

X: @perlavelasco

jl/I

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