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Esta Guadalajara

Este miércoles, haciendo limpieza, mi mamá hizo un hallazgo. Me mandó una foto en la que se ve un reconocimiento del Ayuntamiento de Guadalajara en tiempos cuando Francisco Ramírez Acuña era alcalde de la Perla Tapatía.

El dichoso papelito fue por haberme llevado el segundo lugar en un concurso de ensayo adolescente llamado Guadalajara 2000, en el que básicamente la idea era plantear cómo veíamos a nuestra ciudad para el cambio de milenio, esa fecha tan representativa para mi generación, para quienes nos tocó transitar a la juventud al mismo tiempo en el que se llegaba al siglo 21.

El trienio de Ramírez Acuña había empezado en 1998, así que, si yo no era aún mayor de edad (o no podría haber concursado), tendría 16 o 17 años cuando escribí ese texto, hecho en una máquina eléctrica beige Olivetti que existía entonces en la casa de mi abuela.

¿Por qué la edad es importante, más allá del concurso? Pues porque, aunque no tengo el ensayo conmigo ni lo recuerdo en su totalidad, sí tengo en mi memoria algunas de las ideas planteadas, las preocupaciones que, como adolescente, tenía respecto a mi ciudad.

A grandes rasgos hablé de contaminación, de áreas verdes, del acceso al agua, de la convivencia vecinal…

Han pasado, entonces, unos 23 años desde que escribí aquello. Ahora tengo 40, sigo viviendo en Guadalajara (aunque ocho años residí fuera del estado) y los problemas de esta ciudad, como era de esperarse, han ido creciendo a la par de que aumentó su población, sus zonas construidas o sus conflictos sociales.

Ahora, escribiendo desde otro sitio, le diría a mi yo adolescente que básicamente nada se resolvió, y que aquella Guadalajara que ella y otros de mi edad describieron e imaginaron ha sido absorbida por mi pesimismo.

Hoy, le diría, la ciudad está atravesada por cables que no sólo se cuentan en miles de metros y kilos, y que contaminan cualquier bonito cielo que pudiera verse desde una esquina, sino que incluso por causa de estos más de una persona ha resultado gravemente herida o incluso muerta.

Le comentaría que la basura se acumula a montones en las esquinas y plazoletas, pese a programas como Puntos Limpios o un servicio concesionado de recolección de desechos que más o menos cumple su objetivo. Eso sí, la falla aquí va por partes iguales entre autoridades y vecinos que no se hacen responsables de su basura.

Me daría mucho pesar decirle que un policía de Guadalajara era el líder de una banda de delincuentes dedicada al secuestro y que usaba información privilegiada a la que tenía acceso gracias a su trabajo, todo para proteger a sus cómplices.

Le platicaría que las calles tapatías se inundan de una forma increíble cada que llegan las lluvias y que no es precisamente porque llueva más que antes, sino porque se ha tirado cemento sobre cemento y ahora hay calles donde antes, muchísimos años antes, había ríos. Lo peor, le diría bajito: la mayoría de esa agua que cae del cielo acaba en el drenaje, como desperdicio, como si nos sobrara.

Le mostraría un mapa y le enseñaría que la mayoría de las pocas zonas verdes que le quedan a Guadalajara están ubicadas en la zona poniente. En el oriente, allá donde tardó tanto tiempo en conocer, el Parque San Rafael está en vilo, porque a pesar del esfuerzo de los vecinos y recomendaciones de los especialistas, los árboles son arrancados para allí construir un vaso regulador, con la preocupación genuina de que ese sea un primer paso para que más y más torres departamentales carísimas y semihabitadas sigan levantándose en la ciudad…

Mi mamá me preguntó qué hacía con el reconocimiento arrugado por la humedad de dos décadas, montado en un marco morado que seguramente yo misma pinté a mano con pintura acrílica.

Lo vi, me dio ternura, nostalgia. Sentí condescendencia por mi yo adolescente. Después de pensarlo un par de minutos reflexioné que el papel era insalvable. Y le contesté a mi mamá que debería echarse justo donde quedó esa Guadalajara que imaginé para mi yo adulta.

En la basura.

Twitter: @perlavelasco

jl/I