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¡No!, al aumento
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El cadenero de un antro de moda llamó aparte al joven y le dijo: “Tú sí puedes entrar, pero las mujeres que te acompañan no, porque están feas”. El muchacho regresó adonde esperaban sus primas y les dijo que el lugar estaba muy lleno, que mejor se fueran a otro bar y así lo hicieron. Al llegar, se repitió la historia: “Tú sí entras, ellas no, están muy chaparras”.
Estos hechos ocurrieron el fin de semana antepasado en nuestra ciudad, en dos de los lugares de esparcimiento preferidos por los jóvenes. La vestimenta, el auto en que arriban y la apariencia física de los clientes son determinantes cuando los cadeneros que cuidan las puertas de los llamados antros deciden quién entra y quién no.
Esta historia no es nueva. Se repite desde hace decenios pese a que México cuenta, desde abril de 2003, con la Ley Federal para Prevenir y Eliminar la Discriminación. En su artículo 9 establece, entre otras cosas, que se considera discriminación limitar el derecho al recreo y restringir la participación en actividades deportivas, recreativas o culturales.
También existe el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred) que define a la discriminación como “una práctica cotidiana que consiste en dar un trato desfavorable o de desprecio inmerecido a determinada persona o grupo”.
Pese a ello, pocas cosas han cambiado desde cuando se creó la ley hace ya casi 20 años. En aquella época realicé un reportaje sobre el tema. Manuel, quien trabajaba con el gerente de un antro, me contó que su oficina tenía vista a la entrada del lugar. Por las noches, parte de su trabajo consistía en observar a los clientes que llegaban y decidir quién entraba y quién no. Daba la orden al cadenero por medio de un walkie talkie. Su decisión se basaba en la apariencia de las personas. Me explicó que discriminar a parte de los clientes provocaba que más personas quisieran entrar para sentirse parte de la élite.
Leticia trabajó en la oficina de reclutamiento de un banco. Me dijo: “La política de contratación es racista. Nos pedían que nos fijáramos en el aspecto de las muchachas. Si eran güeritas, de buen cuerpo, las mandaban a las sucursales de Providencia o Chapultepec. A las que no eran guapas las mandaban a la Zona Industrial o al Mercado de Abastos”.
En agosto pasado empleados de restaurantes de la Ciudad de México denunciaron que propietarios de los establecimientos los obligaban a separar a los clientes por el color de su piel. A los blancos les ofrecen las mejores mesas y las que tienen vistas hacia el exterior. A los morenos los colocan al fondo del comedor.
Ante los hechos, el Conapred reiteró que parte de su misión es erradicar estas prácticas, mientras la Cámara Nacional de la Industria de Restaurantes y Alimentos Condimentados (Canirac) se comprometió a tomar medidas para evitar actos de discriminación en los establecimientos.
No obstante, la exclusión de personas continúa. En 2003, cuando se aprobó la ley contra la discriminación, Gilberto Rincón Gallardo, uno de sus principales impulsores, me dijo: “No es una ley de corto plazo. Se trata en el fondo de cambiar la manera de ser de los mexicanos en ese aspecto, de lograr un cambio cultural profundo. Este tipo de normas hacen sus efectos en dos o tres decenios”. Llevamos ya dos y hemos avanzado muy poco.
La discriminación está fuertemente arraigada en nuestra cultura. La alientan intencionalmente quienes se ven beneficiados por ella, como los dueños de los antros y restaurantes, y los jóvenes que presumen en sus redes sociales que ellos sí son admitidos en los antros de moda. Y la promueven también, sin quererlo, quienes son discriminados en esos lugares, pero insisten en seguir yendo para ver si algún día les hacen el favor de dejarlos entrar.
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jl/I