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¡No!, al aumento
Me dijeron no negociar con Salinas Pliego
Por primera vez en muchos meses tengo claro cuál es el título de esta columna y lo tecleo desde un principio. Y es que volteo a todos lados, leo infinidad de artículos, mensajes familiares o en redes sociales, hablo con mis amigas o mi familia, comparto opiniones con mis colegas y me ronda una única y terrible pregunta a la que, por desgracia, no he podido responder.
¿A quién acudimos?
No veo, de verdad, manera de que podamos salir del atolladero en el que estamos desde hace ¿décadas? Y es porque, de verdad, no se me ocurre ninguna solución posible. No imagino, de verdad, algún modo de que alguien, sea quien sea, tenga la capacidad de tomar las riendas y dar respuesta a nuestras más profundas necesidades.
Menos aún porque, de inmediato, no faltan aquellos con ideas como ceder en nuestros derechos y libertades a cambio de ganar en seguridad y control del crimen, la delincuencia, la violencia, la inseguridad.
Lo malo con modelos como estos, nos lo espeta la historia a cada momento, es que primero cederíamos en lo pequeño, pero luego tendríamos que ceder en lo grande, a veces en aquello tan profundo como lo que pensamos, lo que creemos, lo que gastamos, a lo que dedicamos nuestro ocio.
Las autoridades, esas que deberían cuidar de nosotros, en quienes precisamente ya hemos depositado (en préstamo) nuestra soberanía, están convertidas, al igual que nosotros, en víctimas, en espectadoras de la realidad. Como si ellas no pudieran (o no tuvieran) que hacer nada, como si no fueran esas a quienes elegimos para ver por nosotros en lo social, en lo político.
Desaparecen cientos de personas y los gobernantes contemplan los hechos desde lejos, porque son “del otro lado” de los límites del territorio que les atañe. Agreden y asesinan a los mismos policías que, pensaríamos, son los más capacitados para defenderse y defendernos, y quienes toman las decisiones emiten sentidas esquelas “por la dolorosa pérdida”, pero con duras penas les pagan sueldos decentes; los tienen mal equipados y mal descansados y hasta involucrados, como ya se ha documentado en decenas de casos, con los propios criminales, sea por miedo o por necesidad o por puro gusto.
¿Quiénes nos cuidan?
Cuatro jóvenes se esfuman de la carretera cuando se trasladan de un municipio a otro de dos estados diferentes. Las familias tienen el punto del último contacto, en un rancho fuera de la vía por donde deberían transitar. Tres semanas después aparece la camioneta en la que iban, pero ninguno de ellos. Al día siguiente encuentran cuatro cuerpos de tres mujeres y un hombre. Oficialmente, el último de ellos es reconocido casi un mes después de su desaparición. Mientras eso pasa, el gobernador de ese estado no le contesta ni el teléfono al gobernador del otro estado. La gente es la que paga sus omisiones.
¿Les damos las gracias?
Las fosas inundan todo el país. Sean pequeños o grandes, estos lugares clandestinos en donde dejan enterradas a personas que se cuentan por miles parecen estar a cada paso. No importa si es el patio de una casa, el pozo seco de una comunidad, la tierra removida de un baldío, una barranca al pie de la carretera. No son quienes tienen las facultades y obligaciones legales de hacerlo los que han desenterrado cientos de cuerpos. Han sido las mamás, los hijos, las hermanas, los nietos de nuestros desaparecidos quienes con sus propias uñas (muchas veces literalmente) les han rescatado de las fauces del olvido.
Ya no hablemos de un auto robado sin recuperar, de un celular arrebatado mientras caminamos por la calle, de la extorsión de un agente vial, de la privatización o venta de los espacios públicos, de la basura que se acumula por toneladas en las esquinas, del agua sucia y en tandeos.
Hay días, noches como la de hoy en la que siento una enorme desesperanza. No veo cómo podríamos vivir en paz, con tranquilidad en este país. No veo a quién acudir.
¿Y ustedes?
Twitter: @perlavelasco
jl/I