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AMLO, del odio y de los crímenes sin castigo

Nadie piensa que el presidente Andrés Manuel López Obrador ordene explícitamente las amenazas y el acoso que padecen periodistas, comunicadores críticos, representantes de la oposición, defensores de territorio y activistas de las diversas causas en que lo enfrentan. No ha dicho eso Enrique Krauze en su reciente colaboración en Washington Post. Un axioma de derecho indica que todo mundo es inocente hasta que no se demuestra lo contrario. Además de legal, es un principio ético, porque las certezas morales suelen conducir a graves injusticias. No obstante, hay una dimensión distinta a la de la culpa y es la de la responsabilidad. 

No es casualidad que todas las constituciones y leyes de los países democráticos, las declaratorias de la ONU, las recomendaciones de las comisiones de derechos humanos (cuyos dictados en México tienen nivel constitucional) señalen explícita o implícitamente que los funcionarios con la investidura y poder del presidente (y sin duda, los gobernadores) deben conducirse responsablemente, justamente porque pueden desencadenar procesos incontrolables que uno supondría más allá de sus propios deseos. 

Y qué decir de su condición de representantes de todos (hasta de sus odiados adversarios): la farsa de su “derecho de réplica” (ejecutado con un desaseo brutal, plagado de emociones y huérfano de datos) se cae. 

El presidente tiene más poder del que se concede, con falsa modestia. No es un humano común. Y si utiliza violencia verbal en contra de un crítico, abre la puerta para que algún subordinado fanático decida quedar bien con él por puras o contaminadas razones. De ahí la urgencia de que en el púlpito mañanero se dejen de dictar sermones: la condena al réprobo y la gloria al sumiso siervo. Algunos “buenos” podrían decidir sacrificarse a la causa y habrá que ver qué tan lejos estén dispuestos a llegar. No hace falta ser un genio para entender. 

Por eso vale completo este pasaje dramático de Los hermanos Karamazov, la obra maestra de Dostoievski: 

Smerdiakov, asesino del padre del clan e “hijo bastardo” de escasas luces, pero poderosa y tortuosa voluntad, responsabiliza al sutil y refinado Iván de haberlo inducido al crimen con sus palabras permisivas y odiosas. En el alucinante interrogatorio, Iván descubre la verdad. 

–¿Por qué está tan inquieto? –preguntó Smerdiakov, mirando a Iván con más contrariedad que desdén–. ¿Porque mañana se verá la causa contra su hermano? Esto no significa ninguna amenaza contra usted. De modo que cálmese. Váyase usted a su casa y duerma tranquilo. No tiene nada que temer. 

–No te comprendo –dijo Iván, sorprendido y repentinamente aterrado–. ¿Por qué he de temer al juicio de mañana? 

Smerdiakov lo miró de pies a cabeza. 

–¿De veras no me comprende? ¡Lo incomprensible es que un hombre inteligente finja como usted está fingiendo! 

Iván lo miró en silencio. La arrogancia con que le hablaba su antiguo criado era algo inaudito. 

–Le repito que no tiene nada que temer. No hay pruebas y no declararé contra usted... Sus manos tiemblan. ¿Por qué? Vuelva a su casa. Usted no es el asesino. 

Iván se estremeció y se acordó de Aliocha. 

–Ya sé que no lo soy –murmuró. 

–¿De veras lo sabe? 

Iván se levantó y cogió a Smerdiakov por un hombro. 

–¡Habla, víbora! ¡Dilo todo! 

Smerdiakov no se asustó lo más mínimo, sino que miró a Iván con un odio feroz. 

–Pues bien; ya que lo desea, se lo diré –repuso, furioso–. Usted mató a Fiodor Pavlovitch. 

Iván volvió a sentarse y quedó pensativo. Al fin, tuvo una sonrisa maligna. 

–¿Es el mismo cuento que la otra vez? 

–Sí, y usted lo comprendió entonces, como lo comprende ahora. 

–Lo único que comprendo es que estás loco. 

–Aquí estamos solos usted y yo. ¿Para qué fingir? ¿Para qué tratar de engañarnos? ¿Pretende usted cargarme a mí toda la culpa? Usted fue el autor del crimen, el principal culpable. Yo no fui más que su auxiliar, su dócil instrumento. Usted sugirió y yo cumplí... 

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