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Alfaro, construcción de un maximato (IV)

Construir un proyecto político bajo las falsas premisas de la pureza, la infalibilidad y la ausencia “natural” de intereses en la sociedad humana solo puede alimentar enconos, romper puentes del diálogo y justificar la imposición como único camino para el acaparamiento del poder. Lo han entendido bien el presidente López Obrador y el propio gobernador Enrique Alfaro Ramírez, para fundamentar su búsqueda de control sin contrapesos. Son personajes de la posdemocracia que, con pretexto de la transformación de la sociedad, llegan a la negación de la política, gracias a la cual figuraron por años en las boletas electorales.

La figura de Andrés Manuel López Obrador no solo sirve de modelo al gobernador, sino que le es extremadamente útil para venderse como un presunto moderado, ante el creciente irracionalismo y la descarada explotación de resentimientos sociales en que se sumerge el presidente de la República.

Las organizaciones sociales están formadas por seres humanos, lo que en automático no exime de error, de dolo e incluso de posturas radicales o no negociadoras, sin que deje de existir la posibilidad de corrupción o de costumbres insanas, como administrar conflictos y no resolverlos. Pero eso es consecuencia de la realidad. Un gobierno democrático es sobrio en el discurso, reconoce el pluralismo, atiende a las disidencias, les da su espacio, entabla negociaciones para afrontar y conciliar las diferencias políticas o de proyecto, y en el peor de los casos, acude a tribunales civiles y penales autónomos y se somete a su arbitrio.

Pero la “refundación” de Jalisco es tan revolucionaria que Alfaro emplea la famosa frase de Trotsky sobre el ineludible destino de sus críticos y adversarios: ser depositados en el “basurero de la historia”, frase verdaderamente violenta y antidemocrática, aunque su agresivo sustentador parezca más ese “radical chic” tan bien descrito por Tom Wolfe en La izquierda exquisita.

Alfaro quiere subordinación, ofrece pan o palo, y jamás lanzará un dicterio, pero usará, para disciplinar intereses, el enorme poder que tiene sobre la fiscalía “autónoma” (mientras más se subrayan las palabras, es que están más vacías de significado), la fuerza del Poder Legislativo que obedece sin rechistar, y la claudicación de los partidos tradicionales, como el PRI, pero sobre todo, el PAN, cuya militancia de notables ha nutrido, a cambio de cargos públicos, la nueva clase política dizque diferente “a los de siempre”, a donde ya habían arribado los ex priistas, representados por el mismo gobernador, y un puñado de la antigua izquierda, la democrática y la intolerante (“revolucionaria”), hoy totalmente sujetos, con su silencio, al proyecto de poder.

Bajo la imperativa lógica de aparentar es necesario que el presunto demócrata parezca campeón de la democracia. Allí está el penoso ejercicio de “ratificación de mandato”, un descarado espectáculo de propaganda y promoción de la personalidad a que se entregaron los emecistas durante 2017, con la mirada complaciente del Instituto Electoral y de Participación Ciudadana, que como “premio” a su tibieza, recibió presupuestos y atribuciones recortadas a partir de 2019 (lección: con los autoritarios es imposible contemporizar).

Todavía hoy, los corifeos del emecismo lo exhiben como suprema demostración democrática, un ejercicio que no estaba previsto en la ley, que jamás los podría revocar y que se limitó a ser atendido por la militancia y los interesados, que llenó urnas en un porcentaje no mayor a 8 por ciento de los electores, la mejor demostración de lo fútil pero también de lo útil de jugar a la democracia sin riesgos. Y entonces, topamos con la prensa...

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